Honrar la política, por Leandro Area
Hay que elevar el sentido colectivo de la política provocando un sentimiento envolvente en torno a lo que podemos llegar a ser y hacer con ella. De lo contrario lo habremos perdido casi todo. Hay que democratizarla, ponerla al servicio de las mayorías, para que exijan, den y construyan, sacarla, en fin, de la jaula donde la han confinado los que quieren apropiarse de ella, satanizándola.
Todo atenta contra la política, que pudiera llegar a ser el instrumento limpio para escalar la duda de nuestra libertad. Todo restringe su ejercicio pleno comenzando por políticos, estructuras constitucionales, leyes, partidos, medios de comunicación, que pervierten la libertad del ser humano, limitándola. Pero es una restricción paradójica, ya que fue la fórmula que la sociedad encontró para asignarle orden a la energía compleja de la acción individual. Pero ello no quiere decir que no debamos exigirnos pensar en otras formas de ser mejores políticamente.
Hemos llegado a un punto tal de la crisis mundial, nacional, personal, histórica en suma, que es indispensable una discusión profunda en la que se planteen dudas conmovedoras para inventar respuestas, teóricas y prácticas, adecuadas para estos tiempos de confusión y redefiniciones.
*Lea también: De gulags, rotundas y tumbas, por Gioconda Cunto de San Blas
Con la política no se edifican paraísos, utopías sí, pero se puede con ella evitar el purgatorio que hoy padece la mayoría de los seres humanos, cuyos oxígenos vitales, el aire que respiramos, el alimento que nutre, el techo que cobija, las organizaciones que aseguran, la lectura que acompaña, la información que guía, los dioses que protegen, los radares que orientan, están cada día más bajo control ajeno e impropio.
Vista a la buena, la política debería ser el escenario donde se ventilan y resuelven las contradicciones o desavenencias sociales. Nunca el foro donde se las provoca o esconde o manipula. Vista a la mala, es lo que se resiente permanentemente de ella. Por eso tan importante es que todos aprendamos, mientras más temprano mejor, el exigente arte de la política, su abecedario y sutilezas.
En las escuelas que creen en la democracia tendrían que abrirse cursos para enseñar su ejercicio. En la gimnasia diaria del colegio, la fábrica, empresa, barrio o universidad, aprender a organizarnos para hacer frente a necesidades colectivas, más aún en un mundo, y en un país, en el que se nos inculca la virtud del éxito personal como ambición egoísta.
Porque el que quiere hacer política debe entender que es un juego muy serio, que no termina jamás, porque ningún asunto de la agenda pública se resuelve definitivamente.
Que además es actividad ruda. Que implica discutir y discurrir sin cesar. Que a veces requiere más del oído que de la palabra, porque si ésta vale oro, el saber escuchar no tiene precio. Que también es diálogo en el que no necesariamente se tiene la razón, que la pueden tener los demás y así convencernos de que ganar es esa transformación que la política adoba y apura. Que se necesita ser elástico, prudente, convincente, pero también capaz de ser convencido, no como forma de derrota sino como sabiduría.
Enseñar que la política no es exclusivamente la búsqueda del poder, sino la capacidad de cada quien para contribuir a las decisiones que nadie debe tomar por mano propia