Huellas, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Era inútil. No podía ayudarla, señor. Yo estaba como paralizada. Me acurruqué en el suelo, con el brazo así, tapándome la cara porque esos desalmados me daban patadas y no se cansaban. Pero yo pude ver cuando mamá se levantó de la silla y gritó que me dejaran tranquila y se puso a llorar. Entonces uno de ellos la empujó siéntese, vieja, y mamá cayó al piso. Otro dijo la vieja como que se murió y salieron corriendo, entonces me paré, toda moreteada y le dije ¿tranquila, mi madrecita… se me va a poner bien. Pero no resistió.
En la madrugada se nos fue. Le dio un infarto. Me lo dijo el doctor en el hospital. Me reclamó porque no la traje antes. Pero, ¿cómo podía yo, señor, si apenas me sostenía y nadie vino a ayudarme? Así, con esa pena tan grande que no me cabía en el cuerpo me vino a la mente que debía irme y no volver más nunca a mi país.
Con la serenidad de quien asume la heredad de su destino, Amelia nos contempla, toma el vaso y sorbe el agua como si fuese lo único a lo que tiene derecho. Diez minutos atrás, esta hondureña, de 48 años –que parecen más, quizás por el agobio o por su gruesa contextura o los cabellos grises– se detuvo frente a la mesa y nos dijo: ¿Me puedo sentar?
Por su aspecto agradable y la voz que escanciaba dulzura no reaccionamos y ella no esperó respuesta, aprovechó el instante de duda para acercar la silla, dijo con su permiso y asaltó el servilletero para enjugarse el sudor del rostro azotado por el calor. Consciente de que importunaba, apeló a esa ley no escrita que admite como obvio que los nacidos del otro lado del charco pertenecemos a una misma familia. Aceptamos lo que para otros sería una intromisión porque, para ser sinceros, nos quedaba tiempo mientras esperábamos al abogado de migración con quien acordamos la cita y que nunca llegó.
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Me llamo Amelia, dijo con honesta convicción de que había dado con gente que la iba a escuchar. Resultó intrincado seguir la bitácora de Amelia Urrutia en su disparatada historia de huidas. No quería dinero y renunció incluso al ofrecimiento de una taza de café. Solo quería que la oyeran y luego se marcharía. Tras un silencio que manejó con timidez como si estuviera a punto de confiar un secreto reveló que llevaba dos años en Barcelona, y que no ha dado con la posibilidad de un empleo que un sobrino le prometió al conocer su tragedia y verla vagar sin rumbo. Me dijo quédate, esta es tu casa. Pero me tuve que ir porque, aquí entre nosotros, yo no le caía bien a su mujer y a la suegra, así que al tercer día le di las gracias a Armandito e inventé una excusa… no quería provocar un malentendido, y me fui.
Marcharse ha sido el verbo al uso de esta mujer emprendedora, profundamente cristiana, cuya vida podría ser vista como un inventario de padecimientos, pero yo no lo veo así… acuérdense, soy cristiana y un hermano me dijo una vez que el Señor escoge a quien les envía las tareas más difíciles para probar su amor incondicional.
Detrás de los recuerdos de Amelia hay imágenes que le lastiman. A los 23 años ingresó como inmigrante ilegal en Estados Unidos donde se dedicó a toda suerte de faenas, desde colectar frutas en Nuevo México en verano o barrer la basura de los parques en Carolina del Norte, o cuidar día y noche a ancianos en Maryland hasta asumir la limpieza de habitaciones del Children’s National Medical Center; compactar los residuos de animales muertos con los que los laboratorios del George Washington University Hospital hacía los experimentos y hacer la guardia nocturna en el Psychiatric Institute of Washington, donde un paciente la atacó en la espalda con unas tijeras y casi la mata.
Allá en Estados Unidos hay la ventaja de que siempre encontrará trabajo, y yo me sentía feliz; me había casado con el padre de mis dos hijos, saben… tengo dos hijos, que ya están en 27 años, el varón y la hembra con 20, pero cuando me recluyeron de emergencia descubrieron que había ingresado ilegalmente y me dieron a escoger: marcharme por diez años para volver luego, o la deportación de mis hijos, que para entonces eran unos niños. Amelia Urrutia escogió la primera opción y regresó a Honduras, mientras Salvador, su esposo –quien, a pesar de ser pastor de una iglesia cristiana, se juntó con otra mujer– se quedó con la custodia de los niños.
Llegan momentos en que la voz de Amelia se quiebra por el dolor y se hacía remota. Volver a su país no resultó ser la mejor decisión. Su único hermano, que estaba a cargo de la mamá, fue asesinado por un marero y Amelia quiso hacer justicia, pero en la misma Policía le aconsejaron olvidar el caso. No sabía nada de mi país… me había marchado de joven y al regresar doce años después me costaba entender cómo funcionaba todo. Pero aún así me dije que cuidaría de mi madre y con ayuda del padre de mis hijos que me envió una platica monté una pequeña tienda en el barrio donde vivía, en San Pedro de Sula. Vendía ropa de niños, y pequeños artefactos eléctricos, como planchas, licuadoras, radios, ventiladores… hasta que llegó esa gente.
La gente que llegó fueron los Salvatrucha del barrio, quienes al enterarse que Amelia recibía dólares la asaltaron no una sino tres veces. En la última incursión se llevaron los artefactos eléctricos, vaciaron la caja registradora y la golpearon con la intención de amedrentarla. Pero fue la muerte de mi mamá la que me convenció de que no tenía nada que hacer en Honduras, y me vine a España.
No sé cuánta verdad hay en esta historia, lo que importa es que Amelia, 48 años y una energía que se junta con su entusiasmo, no para de relatar el único episodio de su vida, que inició cuando decidió emigrar a EEUU a los 23 años y ahora se nos aparece como sobreviviente de mil batallas.
Sus hijos ya no la llaman y su exesposo lleva otra vida. Pero aún así ella no ceja en su empeño de volver al país donde insiste en que fue feliz. Borges escribió que el hombre es finito y no se repite. Lo que sí se repite es la experiencia de la finitud: todos los hombres saben que van a morir. Lo saben, lo sienten, lo sueñan y se mueren. Lo mismo sucede con las otras experiencias básicas del hombre: el amor, el deseo, el trabajo, la familia. Amelia asegura que está marcada, no por el destino sino por Dios que le ha dado aliento para vivir y contar su travesía, detrás de ese gotear silencioso de sus miserias y desventuras hay un ser humano que se muestra humilde, a pesar de sus heridas y que todavía tiene la suficiente fuerza para sonreír.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España