Humo en mis ojos, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Me recosté en el borde de la ventana y prometí no sé por cuánta vez que ese sería el último cigarro que sostendría entre mis dedos. Así que lo he saboreado lentamente, con demorada actitud reflexiva, dejando que el sosiego de la madrugada me ayudase a recuperar la imagen de Stella. Me adentré en sus labios húmedos, recorrí la ondulación de los cabellos negros y me embriagó el olor de su cuerpo. Evocaciones recuperadas de un mapa que se mojó en el bolsillo de alguien que revisa ahora sus desventuras. Pero, a decir verdad, no debería hablar de Stella sino de la vecina del último piso, con quien bastaba un roce de su mirada en el ascensor para evocar a la chica de mis dieciséis años. Stella además ostentaba con altivez un nombre que en ese entonces surtía un efecto afrodisiaco.
No sé si en verdad estuvimos enamorados. Lo confieso con ligera sospecha porque ese año ella pasaba por una crisis emocional derivada de la separación de sus padres y durante las horas de llantos depresivos yo fui su bastón, su eco emocional, la ayudé con paciencia atravesar la zona del dolor, y fue así cuando exploramos la primera incursión de los besos.
Aunque era obvio que mi corazón se aceleraba en su presencia, consideremos que a esa edad el tiempo es volátil, de manera que no extrañaría que aquel escenario del deseo se diluyera en el hastío. Tras culminar el bachillerato tomamos rutas diferentes y es probable que ambos hayamos aparcado las vivencias de adolescentes en el olvido. Pero ahora se aparece Paula, vivo retrato de la Stella, resguardada en su juventud.
Y aunque la vecina, me acabo de enterar, tenía veintidós años, hizo posible la misión de trasladarme en el tiempo. ¿Qué quiere que les diga? El último secreto que guarda mi memoria es aquella Stella con ganas de vivir. Solo que esta tarde, al volver del trabajo y entrar al edificio presentí por el incómodo ajetreo de vecinos cuando se divulgan las malas noticias en voz baja que algo extraño había ocurrido.
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De inmediato, un sentimiento que se parecía sin serlo al miedo me paralizó, hasta que Gerard, el vecino de planta baja, salió de su apartamento. No me saluda y a cambio me observa detenidamente. Acierta al leer mi desconcierto. ¿Qué… no te has esterado?, pregunta demorando con algo de morbo la angustia que comporta la noticia que recorre las escaleras. Antes de que yo diga algo, me sacude del letargo: “Hombre, que esa niña, la Paula se ha suicidado”, e ilustra la trayectoria del acto fatal elevando su mano y estrellándola en un vacío imaginario. Lo miré, pero no pensé en Paula, sino en Stella. Es por ella a quien acudo en esta lacerante deflagración del recuerdo. Aquí, sentado frente a la ventana, mientras aplasto contra el cristal la punta del último cigarro que he prometido fumar.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España