Huyendo de las maras, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Es que yo la veía inalcanzable, señor. No podía ayudarla. Me sentía como paralizada. Nada más me acurruqué en el suelo, con los brazos así, tapándome la cara porque esos desalmados me pegaban y no se cansaban de darme patadas. Pero yo sí pude ver cuando mamá se levantó de la silla de ruedas y les gritó que me dejaran tranquila y se puso a llorar. Entonces uno de ellos le dio un empujón “siéntese, vieja, nojoda”. Mamá resbaló y se cayó al piso. Como no se movía, el joven dijo “esa vieja como que se murió” y huyeron. Pero no corriendo… salieron caminando, como si nada.
Fue así que me paré, toda moreteada y le dije “¿tranquila, mi madrecita… usted se me va a poner bien”. Pero, no resistió. A la madrugada se nos fue. Le dio un infarto y ahí se quedó. Me lo explicó el doctor en el hospital. Me reclamó que por qué no la traje antes. Pero ¿cómo podía yo, señor, si apenas me sostenía y nadie vino ayudarme? Así que, con esa pena tan grande que no me cabía en el cuerpo, después de enterrarla me vino a la mente, como si Dios me lo hubiera ordenado, que debía marcharme y no volver más nunca a mi país.
Con la serenidad de quien asume la heredad de su destino, Amelia nos contempla, toma el vaso y sorbe agua como si fuese lo último a lo que tiene derecho. Siete minutos atrás, esta hondureña, de 49 años –que parecen más, quizás por el agobio o por su gruesa contextura o por el desorden de los cabellos blancos– se detuvo frente a nuestra mesa y dijo ¿Me puedo sentar? Debido a su aspecto agradable y la voz que escanciaba dulzura no esperó respuesta y aprovechó el instante de nuestra duda para acercar la silla. Dijo “con su permiso” y asaltó el servilletero para enjugarse el sudor del rostro azotado por el calor.
Consciente de que importunaba apeló a esa ley no escrita que admite como obvio que los nacidos del otro lado del charco somos de la misma familia y, por tanto, estamos hechos para escucharnos. Aceptamos lo que para otros sería intromisión porque, para ser francos, esperábamos al abogado de migración con quien acordamos la cita y el hombre nunca llegó.
“Mucho gusto, me llamo Amelia”, dijo con la segura convicción de quien había dado con gente que le iba a oír. Resultó intrincado seguir la bitácora de Amelia Urrutia. Una disparatada historia de huidas y escondidas. No quería dinero y renunció al ofrecimiento de una taza de café, porque solo quería que la oyeran. Luego se marcharía.
*Lea también: Sippenhaft criollo, por Laureano Márquez
Tras un silencio que manejó con discreción, como si estuviera a punto de confiar el más valioso secreto reveló que llevaba dos años en Barcelona, y que no le iba bien para sobrevivir, pese a que un sobrino al enterarse de su tragedia le prometió empleo. “Me dijo, vente para acá y luego, quédate, esta es tu casa. Pero me tuve que ir porque, aquí en confianza, parece que yo no le caía bien a la mujer ni a la suegra. Así que el viernes le agradecí a Armandito su cobijo e inventé una excusa… ustedes saben, no quería importunar y me fui”.
Marcharse ha sido el verbo al uso de esta mujer profundamente religiosa, cuya vida podría ser vista como un inventario de los padecimientos del inmigrante. “Yo no lo veo así… acuérdense, soy cristiana y recuerdo que un hermano de la congregación me dijo una vez que el Señor escoge a quien les envía las tareas más pesadas para probar su lealtad”.
Detrás de los recuerdos de Amelia hay imágenes que lastiman en las horas de sueño. A los 23 años ingresó ilegalmente a EEUU donde se dedicó a toda suerte de faenas, desde colectar frutas en Nuevo México durante el verano, o recoger basura de los parques en Carolina del Norte, o cuidar día y noche a ancianos en Maryland hasta asumir la limpieza de habitaciones del Children’s National Medical Center, compactar los residuos de animales muertos con los que los laboratorios del George Washington University Hospital hacían los experimentos y hasta guardias nocturnas de vigilante en el Psychiatric Institute of Washington donde un paciente demente la atacó en la espalda con unas tijeras y casi la mata.
“Allá en Estados Unidos hay la ventaja de que siempre hallará trabajo, y yo me sentía feliz; me había casado con el padre de mis dos hijos. Sabes… tengo dos hijos, que ya están por 27 años, el varón, y la hembra con 20, pero cuando me llevaron a emergencia la oficina de asuntos sociales se enteró que había entrado ilegalmente al país y me dieron a escoger: marcharme por diez años para luego pedir ingreso o la deportación de mis hijos, que para entonces eran unos niños”. Amelia Urrutia no lo pensó ni un instante y escogió la primera opción. Entonces el retorno a Honduras, mientras Algimiro, su pareja –quien, a pesar de ser Pastor de una iglesia cristiana, se juntó luego a otra mujer– se quedó con la custodia de los niños.
Llegan momentos en que la voz de Amelia se quiebra al recordar tanto dolor y se hace remota. Retornar a Honduras no fue la mejor decisión, pero estaba obligada hacerlo. Su único hermano, que estaba a cargo de la mamá, fue asesinado por un marero y Amelia quiso hacer justicia, pero en la misma Policía le aconsejaron olvidar el caso. “No sabía nada de mi país… me había marchado de joven y al volver doce años después me costaba entender cómo funcionaba todo.
Pero aún así me dije que cuidaría de mi madre y con ayuda del padre de mis hijos que me enviaba una platita monté una pequeña tienda en mi barrio, en San Pedro de Sula. Vendía ropa de niños, y artefactos eléctricos, como planchas, licuadoras, radios transistores, ventiladores… hasta que llegó esa gente”. Se refiere a los maras del barrio quienes, al enterarse que Amelia poseía dólares, la asaltaron no una sino tres veces. En la última incursión se llevaron los artefactos eléctricos, vaciaron la caja registradora y la golpearon con intención de amedrentarla. “Pero fue la muerte de mi mamá la que me convenció de que no tenía nada que hacer ya en Honduras, y me vine a España”.
Ignoro cuánta verdad hay en esta historia. Lo que importa es que Amelia, de 48 años y una energía que se adapta a su entusiasmo, no para de relatar el único episodio de su vida, que inició cuando decidió emigrar a EEUU a los 23 años y ahora se nos aparece como sobreviviente de mil batallas. Sus hijos ya no la llaman y su expareja lleva otra vida.
Pero aún así ella no ceja en su empeño de regresar al país donde, insiste, fue feliz. Borges escribió que el hombre es finito y no se repite, que lo que sí se repite es la experiencia de la finitud. “Todos los hombres saben que van a morir. Lo saben, lo sienten, lo sueñan y se mueren. Lo mismo sucede con las otras experiencias básicas del hombre: el amor, el deseo, el trabajo, la familia”.
Amelia sabe que está marcada, no por el destino sino por Dios que le da aliento para proseguir en su travesía. Detrás de ese gotear silencioso de sus desventuras hay un ser humano que se muestra humilde, a pesar de sus heridas y que todavía tiene la suficiente fuerza para sonreír. Tras el silencio, se levantó, tomó otro sorbo de agua, nos sonrió con exagerada delicadeza y dijo “gracias por escucharme”
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España