Imperio Putin, por Fernando Mires
El 01 de Julio la reforma constitucional propuesta por Putin obtuvo amplia mayoría: nada menos que un 70%. Ese día el pueblo aprobó un paquete de 170 modificaciones de las cuales solo tres eran importantes. La primera, un anzuelo: reformas sociales frente a las cuales nadie podía estar en contra. El segundo, un signo simbólico: la prohibición legal del matrimonio gay. El tercero y más decisivo: teóricamente Putin podrá mantenerse en el poder –y probablemente se mantendrá – por un plazo de ¡26 años! Triunfo que la opinión pública mundial ha interpretado como consolidación autocrática del jerarca. Interpretación correcta, pero incompleta.
Es obvio que el objetivo de Putin es concentrar todo el poder en sus manos. No obstante, ese poder será consolidado no solo como un proyecto de dominación personal, sino – este es el punto crucial – como parte de un plan imperial con ramificaciones mundiales. Desde esa perspectiva la reforma constitucional dista de ser un fin en sí. Antes que nada debe ser considerada como un medio destinado a reforzar el frente interno en aras de una expansión externa la que por el momento parece ser imparable.
Decir que él es un nuevo Zar, decir que su objetivo es refundar a la URSS y, sobre todo, decir que intentará restituir el poder mundial de Rusia, son verdades indiscutibles. Pero son verdades a medias. Hay otra verdad superior. Y esa verdad nos dice: el proyecto imperial de Putin, si bien hunde raíces en los pasados zaristas y soviéticos, no es un proyecto puramente restaurador. Putin, para decirlo en breve, no es el nuevo Iván el Terrible ni el nuevo Pedro el Grande. Pero tampoco es el nuevo Lenin ni el nuevo Stalin.
El imperio Putin del siglo XXI – a diferencia del zarista que fue un imperio monárquico y del soviético que, ideologías aparte, fue un clásico imperio colonial del siglo XX – es un imperio de nuevo tipo, adaptado a condiciones determinadas por la globalización de la economía, en pleno periodo de la revolución digital. Por eso, antes de enfocarnos en el imperio Putin, será necesario acentuar algunas diferencias entre los tres imperios rusos.
Tesis: El primero, el zarista, fue un imperio pre-moderno. El segundo, el soviético, un imperio moderno. El tercero, el de Putin, es un imperio post-moderno.
El primero fue un clásico imperio medieval, basado en la expansión militar y territorial. El segundo nació de la revolución industrial europea de acuerdo a los dictados de un despotismo de tipo asiático organizado en torno a una casta de poder fundada por Lenin y después perfeccionada por Stalin: el Partido Comunista, partido y estado a la vez.
Como los grandes imperios coloniales de la época, el francés y el inglés entre otros, el soviético estableció un área colonial, primero en sus inmediaciones asiáticas y, después de la segunda guerra mundial, en diversos países europeos (el “mundo comunista”). Pero al mismo tiempo amplió diversas zonas de influencia en el sur asiático (en China, luego en Corea del Norte, Vietnam, Laos y Camboya) en el Oriente Medio (Egipto, Libia, Siria, Irak) e, incluso, en América Latina (Cuba). El soviético llegó a ser así – es su diferencia fundamental con el zarista – un imperio de dimensiones mundiales. Pero a diferencia de los imperios europeos de la era industrial, el soviético agregó al sistema de dominación militar una meta-ideología construida sobre la base de dogmas y divinidades faraónicas: el marxismo-leninismo.
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El fin del imperio soviético ha sido datado en 1989-1990, con el derrumbe del comunismo, primero en países europeos, después en la propia URSS. Pero desde una perspectiva histórica podemos afirmar que dicho derrumbe no fue un momento milagroso sino que parte de un proceso marcado por continuos cismas.
Todo comenzó desde el cisma yugoeslavo de 1948, con el mariscal Josep Broz Tito a la cabeza. Luego, durante los cincuenta, con intentos de deserción que fueron sangrientamente aplastados en Europa (Hungría, Polonia, Alemania del Este). A esos hechos siguió el gran cisma asiático conducido por Mao Tse Tung, a comienzo de los sesenta. El abortado cisma checoeslovaco de 1968 fue el motivo que impulsó el cisma del partido comunista italiano, marca importante pues cerró para siempre las posibilidades de expansión soviética hacia la Europa democrática. La ascensión de Michael Gorbachov (1990) fue la cristalización de un largo desmontaje comenzado con la “desestalinización” de Nikita Jruschev.
La obra “deconstructiva” de Gorbachov sería completada por Boris Jeltzin quien reclutó como ayudante a un joven agente secreto llamado Vladimir Putin quien no tardaría en convertirse en su brazo derecho. Después del retiro del alcoholizado Jeltzin, Putin asumiría el poder sin contrapeso alguno.
Ahora bien, nadie puede saber si el proyecto de construir un imperio era desde un comienzo parte de la utopía de Putin o si ese plan fue construido a partir de circunstancias aparecidas en su camino.
Lo que sí sabemos es que el plan Putin no solo está en marcha sino, además, sus pilares han sido levantados hasta el punto que ya podemos detectar algunas de las características fundamentales del nuevo imperio.
Como todo proceso nuevo, el imperio Putin conserva rasgos de formaciones imperiales pretéritas. Del mismo modo que el imperio zarista, Putin no renuncia ni renunciará a las anexiones territoriales, sobre todo en los entornos de Rusia. Chechenios, georgianos, habitantes de repúblicas asiáticas liberadas durante Jetlzin (Ubekistan, por ejemplo), han sido perseguidos y asesinados sin clemencia. En Bielorusia gracias a la mano sangrante de Lucazenzko, Rusia no necesita intervenir. Todos estos son para Putin reservados naturales de Rusia. Para los gobiernos de Occidente también.
No olvidemos que Barak Obama calificó al de Putin como a un imperio regional, es decir, una potencia asiática periférica ante la cual el mundo democrático no tenía nada que temer. La ocupación de Crimea por tropas rusas lo obligaría a desdecirse. Y cuando se dio cuenta que Putin, usando la táctica de “la lucha en contra del terrorismo”, se había apoderado de Siria, fue demasiado tarde para reaccionar. Rusia ya era un imperio supra- regional.
Por el momento Putin no es una amenaza militar para Occidente. Probablemente el mismo autócrata no imagina escenarios bélicos en ese terreno. Pues el avance de Putin hacia Occidente no es militar, sino político.
Esa es la diferencia que separa a Putin de Lenin y de Stalin. Mientras la relación de URSS hacia Occidente estaba basada en una carrera armamentista y en la penetración ideológica, Putin avanza usando estrategias flexibles, aplicando un método que podríamos llamar, “asociación de afinidades políticas”. Eso significa que Putin no impone a sus socios medidas coercitivas, mucho menos ideologías.
Para ser socio de Putin en su proyecto de lograr la máxima hegemonía política sobre Occidente, basta que los gobernantes de determinados países compartan tres puntos de su ideario político:
1: Primado del poder ejecutivo por sobre el parlamentario, es decir, de la autocracia por sobre la democracia.
2: Negación de normas y valores propagados por el liberalismo político (léase político, no económico)
3: Aversión hacia la cultura política occidental representada hoy día por la Europa moderna, fundamentalmente por la UE.
Cada gobierno, movimiento o partido que adscriba a esos tres principios fundamentales, pasa a ser socio objetivo del proyecto imperial ruso. Así, con habilidad y paciencia, Putin ha construido un sistema de relaciones basadas en la asociación voluntaria de gobiernos nacionalistas, políticamente compatibles entre sí. La mayoría de ellos, partidarios del estado confesional, sea esa confesión católica (Orban, Kaczynsk), islámica (Erdogan) u ortodoxa (el mismo Putin). Mediante esa estrategia asociativa, el espectro que cubre su área de influencia ha llegado a ser más extenso que el del imperio zarista y que el del imperio soviético.
Los gobiernos con los que enlaza Putin son tan autocráticos como el de Rusia. Por de pronto, en todos ellos el parlamento ha sido desplazado por un ejecutivo fuerte y autoritario representado en caudillos como Orban en Hungría , Kaczynsky en Polonia, Erdogan en Turquía, Vucic en Serbia y, en latitudes latinoamericanas, Maduro en Venezuela y Ortega en Nicaragua.
Además, del mismo modo como la URSS se valió de los partidos comunistas para promover la desestabilización interna en diversos países occidentales, Putin apoya a partidos y movimientos europeos-anti europeos, todos enemigos de la UE y del liderazgo continental de Angela Merkel, considerada por Putin como su enemiga principal.
La Liga de Salvini en Italia, Alternativa para Alemania, Vox y Podemos en España, el Partido Popular en Austria, el lepenismo en Francia, y muchos más, son partidos que, aún no siguiendo directamente las instrucciones de Putin, son afines con su política internacional.
El Brexit encabezado por Johnson, no hay que olvidarlo, fue apoyado y celebrado por Putin. No sin razón ha sido dicho que Putin es el padre de todas las autocracias anti-liberales del mundo moderno.
El panorama que asoma, sobre todo en Europa Occidental, es sombrío. Nadie sabe si después del retiro de Merkel y de la época post-Macron en Francia, el liderazgo que hoy ejerce el eje francés-alemán podrá mantenerse. Contra esa posibilidad conspira la fractura del Pacto Atlántico y la política agresiva mantenida en contra de la UE y de la NATO por el candidato de Putin en los EE UU: Sí: Donald Trump.
Los EE UU de Trump han dejado de ser la nación líder en la lucha en contra de peligros anti-democráticos mundiales como fueron el nazismo y el comunismo. Trump mismo, siguiendo el dictado de su economismo nacionalista, privilegia relaciones bi-laterales con gobiernos autocráticos y dictatoriales, sean de derecha como Bolsonaro o de izquierda como López Obrador. Desde su punto de vista, esencialmente pragmático, no vale la pena llevar a cabo grandes negocios con gobiernos débiles sometidos a largas deliberaciones parlamentarias. De ahí su fascinación por gobiernos autoritarios e incluso dictatoriales, como anotara Bolton en su demoledor libro.
Si Trump mismo no se convierte en autócrata como su admirado Putin, es porque las estructuras democráticas de su nación (todavía) lo impiden. No obstante, si en noviembre del 2020 Trump logra su reelección, la objetiva alianza Putin-Trump será consolidada a nivel mundial.
Si eso llega a suceder, la profecía distópica de George Orwell será cumplida: Un mundo subordinado a tres imperios: El económico de China, el económico militar de los EE UU y el geopolítico de Putin. El autócrata ruso está muy bien posicionado frente a esa eventualidad. Incluso podría aparecer ante la faz pública como mediador entre China y Rusia. Y nada menos que en nombre de la paz mundial.
La pandemia del 2020 y sus graves repercusiones económicas, será utilizada por los nacional-populistas (todos aliados de Rusia) para poner en jaque a los gobiernos democráticos. Muy pocos se han dado cuenta del peligro que se avecina. Entre esos pocos está Angela Merkel, decidida a convertir a la UE, del organismo burocrático y financiero que hoy es, en baluarte continental de la democracia representativa. De acuerdo a Merkel, el enemigo anti-democrático pro-Putin debe ser combatido no fuera, sino al interior de cada país democrático.
En su discurso de julio ante el Bundestag, de cara a las responsabilidades que Alemania deberá asumir hacia Europa, dijo Merkel: Los nacional-populistas “están esperando aprovechar los miedos y las tensiones sociales que producirá esta crisis, por lo que ayudar al impulso económico de todas las regiones de Europa es ahora un instrumento para luchar en contra del populismo”.
Lo que Merkel no dijo, pero sí dejó adivinar, es que las elecciones presidenciales en los EE UU serán decisivas para detener el avance del nacional populismo en Europa (y en América Latina también).
Una reelección de Trump será celebrada por Putin como un triunfo propio. De eso no cabe duda.
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