Incertidumbre, por Marco Negrón
Sin lugar a dudas, las últimas dos décadas han sido las más nefastas vividas por la ciudad venezolana desde los tiempos de Guzmán Blanco, pero el año que acaba de cerrar se constituye en una suerte de parteaguas que lleva esa decadencia a abismos difíciles de imaginar incluso en tiempos recientes.
Aunque la crisis eléctrica que hoy afecta a la nación entera viene incubándose desde los comienzos de ese desatino conocido como “Socialismo del siglo XXI”, el gran apagón eléctrico del 7 de marzo del año pasado, el más grande de nuestra historia, así como sus secuelas directas (4 apagones de gran magnitud más hasta julio y decenas de miles de fallas menores), vinieron a sumarse al hundimiento económico iniciado en 2014, causando un auténtico descalabro de la vida nacional, que, como una onda expansiva, va desde la cotidianidad familiar hasta la operatividad de los servicios públicos y las actividades económicas. Un ejemplo paradigmático: las industrias básicas de Guayana, pensadas como alternativa a la dependencia petrolera, llevan varios años paralizadas y la ciudad que las aloja concebida ex novo a comienzos de la década de 1960 se asemeja cada vez más a una urbe fantasma.
Si a lo anterior se suma la pérdida de talentos asociada a la masiva fuga de población hacia otros países, es evidente que lo que se enfrenta es una auténtica crisis sistémica de la cual no será fácil salir, como lo revela el hecho de que casi un año después, agravados en algunos casos, persisten los mismos problemas en el Sistema Eléctrico Nacional.
Siendo en la práctica un país totalmente urbano (con Uruguay y Argentina registra el más alto índice de urbanización de la región), esa crisis es, esencialmente, una que pone en jaque a nuestras ciudades, en un siglo en el cual la urbanización se ha consagrado como uno de los fenómenos transformadores más relevantes a escala global.
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Después de varias décadas de cambios en positivo, a muchas de las ciudades más exitosas de todo el mundo se les comienzan a presentar nuevos desafíos, a veces, paradójicamente, consecuencia de sus propios éxitos y que, aunque se expresen de diferentes maneras y en distintos planos, tienen una matriz común: el aumento de las expectativas de los ciudadanos, sobre todo de los que estaban más postergados, a las que el sistema no ha sido capaz de dar respuestas satisfactorias, bien por la dificultad de romper con los viejos moldes de pensamiento, bien por insuficiencia de recursos.
Pero hay que entender que el último factor tiene, muy probablemente, un valor relativo, porque está asociado a una cuestión cuya importancia hoy es ampliamente reconocida: la creciente desigualdad entre sectores de la población, la cual se expresa en términos de ingresos, pero también de acceso a bienes y servicios urbanos en un mundo que ha cambiado aceleradamente en los últimos 70 años, quintuplicando la población que vive en ciudades, que hoy representa más de la mitad de la población total.
La cuestión de la desigualdad por ingresos, además de ser compleja y polémica, escapa a la temática de esta columna, pero hay en cambio un consenso extendido en cuanto a que las políticas urbanas pueden, cuando menos, constituirse en un paliativo no despreciable. Así, hoy están sobre el tapete una serie de cuestiones que ponen en entredicho los viejos moldes de pensamiento y que giran alrededor de los temas de la planificación y la ciudad compacta. Pero los cambios no ocurrirán sin una presión fuerte y sostenida de la población afectada.
Hoy Venezuela está en riesgo de perder el tren de la renovación urbana, no sólo por la complejidad y profundidad de la crisis sino además por la persistencia de lo que algunos identifican como el “daño antropológico” que el modelo político ha causado a su población, empujándola cada vez más a una estrategia de supervivencia y arrinconándola en una dependencia precaria pero crecientemente exclusivista del aparato estatal. El pensamiento urbanístico más avanzado está llamado al fracaso si no se consigue romper ese cerco diabólico.