Inclusión y consolidación para una democracia, por Luis Ernesto Aparicio
En 1994, tras cuatro años de intensas negociaciones inclusivas, Sudáfrica logró poner fin al gobierno del apartheid y establecer una democracia multirracial. Durante este periodo se redactó una nueva Constitución y se realizaron elecciones libres que resultaron en la elección de Nelson Mandela, un ícono de la resiliencia política. Todo como producto de una exitosa transición.
Este evento es uno de los muchos capítulos de la historia de las transiciones políticas del siglo XX. Aunque no fue la única, esta junto a la de España (1975-1982) y Chile (1988-1990) que derivó en la elección de Patricio Aylwin, como presidente y caracterizada por la reducción del poder que tenía Pinochet a través de reformas puntales, son las transiciones más recordadas en esta parte del hemisferio.
Todas las transiciones comparten la constante de transformar una dictadura o autocracia en una democracia. Un gobierno transitorio se caracteriza por su naturaleza provisional y su enfoque en estabilizar y democratizar el país. Históricamente, estos gobiernos han surgido de acuerdos negociados entre opresores y defensores de la libertad.
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Pero ellas también tienen como patrón de coincidencia la temporalidad. Cada una de estas transiciones se llevaron a cabo entre 2 y 4 años para concretar los respectivos procesos electorales libres y sin las presiones, ni las condiciones que solo favorecían a los grupos de poder.
Aunque raros, también ha habido gobiernos de transición resultantes de procesos electorales. Ejemplos incluyen Sudáfrica, Túnez tras su revolución, y Libia después de la caída de Gadafi. En todos estos casos, el objetivo era conducir a una estabilización que permitiera futuras elecciones definitivas.
Y como ya había citado en mi artículo anterior sobre las claves para una transición, las principales características de un gobierno de transición son su temporalidad, inclusividad y neutralidad.
Los gobiernos transitorios deben incluir representantes de diversas fracciones políticas y sociales para asegurar un amplio apoyo y legitimidad. Además, deben ser neutrales y no favorecer a ninguna fracción política para mantener la paz y la estabilidad durante el proceso de transición.
Más allá de las características principales de un gobierno de transición, no se deben pasar por alto las medidas que debe emprender un gobierno de transición, como el difícil y largo camino del fortalecimiento de las instituciones democráticas para blindarlas en su desarrollo, como lo señalan en su texto Problemas de la Democracia, Transición y Consolidación Juan J. Linz y Alfred Stepan: “la consolidación de la democracia requiere instituciones fuertes y un compromiso con las reformas estructurales”
Como ya había citado en mi artículo anterior sobre las claves para una transición, además del fortalecimiento institucional, un gobierno de transición debe contemplar: una reforma constitucional (en los casos que se considere); la desmilitarización de la política; garantías de las libertades civiles; una reforma electoral; reformas económicas para estabilizarla, una justicia transicional y sobre todo combatir la pobreza.
En resumen, un gobierno de transición no puede ser visto como un proyecto de “tierra arrasada”, ni un “ganamos y arrasamos”, no versa sobre una revancha. Entendiendo su complejidad, ella se trata de centrarse en establecer las bases de una democracia funcional, inclusiva y estable, garantizando la participación de todos los actores políticos y sociales y en la protección de los derechos y libertades fundamentales.
Luis Ernesto Aparicio M. es periodista, exjefe de prensa de la MUD
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