Incómodos, por Carolina Gómez-Ávila

¿Qué pasa con el talante democrático en dictadura, se conserva o se transforma en lucha?
¿Se puede practicar la tolerancia democrática con quien usurpa el poder por haber impedido la realización de elecciones presidenciales libres y justas, violando los DD.HH., judicializando, acosando, secuestrando, torturando o matando a quienes se le oponen?
Popper recomendó, en nombre de la tolerancia, no tolerar a los intolerantes. ¿Lo hubiera extrapolado para permitirnos, en nombre de la democracia, valernos de métodos antidemocráticos a fin de recuperarla? A primera vista, parece que sí; pero una cosa son las consideraciones éticas y otra las prácticas.
Cualquiera puede encontrar justificaciones para proceder por la fuerza contra una dictadura que oprime por la fuerza. El problema es tener una fuerza mayor, más organizada, más eficiente; es decir, una fuerza capaz de doblegar a aquella que le impide ser.
En nuestro caso, lo práctico destrona a lo ético. Los hombres de armas en cuyas manos estaba regresarnos a la vía constitucional, están corrompidos o son incompetentes. Los ajenos disponibles, no son más eficaces y son fáciles de corromper. Los competentes en número suficiente, no están disponibles; algo evidente, tras las bochornosas aventuras del 30 de abril de 2019 y el 3 de mayo de 2020.
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Sumemos el escarmiento que ha dejado cada fracaso en el terreno de la fuerza. Desde 2002, el retorno de cada aventura armada ha dejado a los demócratas mucho peor de lo que estaban antes de emprenderla.
Tan grave es nuestra actualidad, que unas decenas de oenegés (hay miles, pero estas son las que han logrado hacerse de algún prestigio mediático y por eso se atreven a autodenominarse “la sociedad civil” sin serlo) se atreven a exigir a unos demócratas maniatados que procedan como si estuvieran ejerciendo el poder en igual de condiciones que los usurpadores.
Tan grave que un grupo de delegados de la dictadura, que fungen de opositores complacientes, piden un acuerdo que supone el fin de la lucha y la derrota.
Ambas cosas me parecen inaceptables pero no por las motivaciones que exhiben sino por las que ocultan, cada vez con menos destreza.
Los primeros porque sirven a la antipolítica; toda fórmula que rechace por igual a los contendientes en escena sólo estimula el surgimiento de otros desconocidos. Desde 2018 hay un grupo que aspira a suplantar a la coalición democrática en su liderazgo y otro que espera pacientemente a que logre el objetivo mientras socava su reputación, para arrebatárselo a última hora. Ninguno tiene el liderazgo que se atribuye pero sí el apoyo que les ha dado la tiranía.
Los segundos apuntan directamente al fracaso de toda fuerza opositora. Llegar a un acuerdo con la dictadura le devolvería de sopetón la legitimidad perdida. Tal cosa no es posible sin claudicar, sin someterse a su poder criminal. Además, de ningún acuerdo cabría esperar el respeto de la tiranía a sus contrarios; algo que digo en 2020, después de transitados los caminos que conocemos.
La única opción disponible es un acuerdo del grupo en el poder con la comunidad internacional que apoya a la coalición democrática; uno que resulte en cederle íntegramente la gestión de elecciones presidenciales libres y justas a cambio de levantarles las sanciones personales, único terreno en el que la oposición democrática tiene mucha más fuerza práctica que la dictadura. La oposición está incómoda pero ellos también.