La locura estatizadora, por Teodoro Petkoff
El problema con la ampliación desaforada del rol del Estado en la vida social, y en particular en la economía, es que una de sus consecuencias es la creación de una burocracia gigantesca, que para todo efecto práctico opera como una nueva clase social dominante. Lo que se dio en llamar «la nueva clase». El supuesto de las revoluciones socialistas es que ellas abolirían los poderes de las clases sociales dominantes (la burguesía o capitalistas, en particular) y con ello se daría lugar a una sociedad de iguales, sin explotadores ni explotados. Esa hipótesis terminó siendo negada por la realidad de todas las experiencias que en nombre de ese ideal igualitario y justiciero se llevaron a cabo en el siglo XX, sobreviviendo dos de ellas en el XXI. Efectivamente, las clases dominantes tradicionales fueron barridas de la escena, pero su lugar, en el control de los medios de producción en la ciudad y el campo y en el conjunto de la economía fue tomado progresivamente por un nuevo sector social, nacido en la burocracia administradora del nuevo Estado.
Esta burocracia no poseyó en el modelo soviético, ni posee en el cubano, la propiedad de los medios de producción y en tal sentido no es equiparable a los capitalistas de antaño, pero sí posee, vía administrativa y política, el control absoluto sobre ellos, con un poder discrecional que probablemente ningún capitalista privado puede ejercer sobre sus propiedades. Nace, pues, una nueva forma de explotación de los trabajadores, puesto que el excedente económico generado en el proceso productivo, que anteriormente nutría el enriquecimiento de los «capitalistas», queda bajo el control absoluto de la «nueva clase», («dueña», por así decir, del Estado), la cual dispone de él, vía presupuestaria y parapresupuestaria. Los trabajadores continúan siendo meros asalariados, como en el capitalismo; una masa totalmente ajena al control y destino de la riqueza por ellos producida, que financia, incluyendo todas las formas de corrupción, la vida privilegiada de la burocracia dominante, así como la construcción de una mole estatal inmensa, con sus tentáculos cada vez más profundamente hundidos en toda la sociedad, y con una maquinaria policial y militar omnipresente, indispensable para mantener el poder de la «nueva clase». A la explotación económica y a las nuevas formas de injusticia social se unió la supresión de la vida democrática y de la libertad.
Este modelo terminó, como se sabe, por colapsar, víctima de sus nuevas contradicciones, distintas en su forma a las del capitalismo, pero que hicieron inviable el funcionamiento de la economía, sin hablar, desde luego, de los aspectos asociados a la existencia de las feroces dictaduras que les fueron consustanciales y que también contribuyeron a su caída.
Los cubanos reconocen hoy, por ejemplo, que la estatización del pequeño y mediano comercio fue un error. Pero lo cometieron porque la fuerza de la dinámica que habían desatado con la visión estatista de la economía los condujo, inexorablemente, a esa metida de pata. Cada nueva medida estatizante hace inevitables las siguientes. Si el gobierno de Chávez no detiene ahora su demencial carrera estatizadora, su destino, y el del país, terminarán reproduciendo lo que ya es parte de la historia fracasada de otros lugares.