Nicaragua: el quiebre, por Fernando Mires
Autor: Fernando Mires | @FernandoMiresOI
Puede ser Turquía, Rusia o Bielorrusia. O puede ser Bolivia, Cuba, Venezuela, Nicaragua. En todos esos países vamos a encontrar una similar estructura de poder: regímenes personalistas provistos de un carisma de tipo hereditario, con poderes públicos al servicio del ejecutivo y sometidos al imperio de una impenetrable clase de estado en donde conviven dirigentes políticos con militares, mafias y sobre todo policías y militares secundados por grupos para-militares. En fin, los inconfundibles rasgos de las dictaduras del siglo XXl. Agréguese el control de la prensa, de la educación y sobre todo, del aparato electoral. Este último es justamente el “elemento” que diferencia a las neo-dictaduras de las dictaduras de viejo cuño. Todas, sin excepción, son electorales e incluso electoralistas.
Las elecciones en los países democráticos son procedimientos orientados a la renovación del personal político. Bajo las neo-dictaduras, en cambio, son mecanismos para garantizar la perpetuación de la clase política dominante. Si logran asegurar la mayoría, tanto mejor. Si esa mayoría está en peligro, los mandatarios recurren a la inhabilitación de partidos políticos y potenciales líderes opositores e incluso a descomunales fraudes. Nicaragua lleva en esos puntos cierta ventaja sobre otras neo-dictaduras. Los fraudes electorales cometidos en los años 2008 y 2011 han sido escandalosos.
Hay, además, un par de variantes muy “nicaragüenses”. Por de pronto, el manejo de una leyenda revolucionaria que ha concedido a la dictadura una cierta legitimidad histórica a través del tiempo. Autóctono es también el carácter bicéfalo del poder pues muchas decisiones de Estado son tomadas por la esposa del dictador, Rosa Morilllo. Sin embargo, las características más particulares hay que encontrarlas al interior de la estructura socioeconómica.
Nicaragua, a pesar de ser llamada socialista, es uno de los países latinoamericanos que más concesiones ha hecho al capital foráneo y al empresariado local. El Consejo Superior de la Empresa Privada (Cosep) ha pasado a ser incluso un poder informal de Estado. Se calcula que el traspaso de fondos públicos hecho desde el Estado hacia las empresas privadas superaba, hacia el 2017, los 4.000 millones de dólares. No sin cierta ironía la economía nicaragüense podría ser definida como “neo-liberalismo de Estado”. Ahí reside precisamente el “talón de Aquiles” de la dictadura.
Si las empresas privadas dejan de percibir los montos que extrae el régimen de la superexplotación de los trabajadores del país, Ortega perderá ese apoyo. A la vez, si renuncia al sistema de donaciones, subsidios y regalías que practica hacia los llamados sectores populares, también perderá el apoyo de estos. El secreto del “éxito económico” de Ortega reside, por consiguiente, en una política de traspaso de capitales. La tajada más grande va hacia las empresas. Las sobras, al populismo distributivo. Los perjudicados en ese juego son, como suele ocurrir, los sectores medios. Así se entiende por qué el origen de las grandes manifestaciones sociales que desafían al sistema durante abril del 2018 pueda ser explicado por el aparecimiento de una doble grieta. La primera, la producida con el Cosep y la segunda generada por el abusivo sistema de pensiones impuesto desde el Inss hacia los trabajadores, jubilados, pequeños y medianos empresarios. En otras palabras, hacia las nuevas “clases medias”. Ese fenómeno es muy importante.
Nicaragua ya no es el país semi-rural que recibió la familia Ortega de la familia Somoza. Bajo la égida de la primera ha tenido lugar, justamente debido al carácter dependiente de la economía nacional, una relativa modernización que se extiende desde lo económico a lo social. Hoy Nicaragua –con el aumento del sector de servicios, con el crecimiento del empleo público, con la proliferación del mercado formal e informal, con la fundación de nuevas universidades y otros centros de formación– ha llegado a ser un país “clasemediero”. En cierto sentido, bajo la alianza entre la “nomenklatura” y el capital foráneo y local, ha tenido lugar una suerte de modernización económica que sobrepasa el corsé políticamente estatista impuesto por Ortega.
A diferencias del chavismo, que destruyó al aparato productivo venezolano, bajo Ortega ha crecido una amplia franja económica, más informal que institucional, de pequeñas y medianas empresas a las que es imposible controlar por mecanismos burocráticos. Dichos sectores, a la vez, han sido los más desfavorecidos por la política del gobierno. De tal modo puede que no sea esta la primera vez en que la relativa modernización económica de un país entra en contradicción con la cúpula dominante. Ya lo vimos, para poner un ejemplo remoto, en el Chile de Pinochet. Cuando el dictador perdió a la clase media, comenzó a perder su poder.
La modernización impuesta con mano de hierro por Ortega –vía socialista al capitalismo– ha tomado forma no solo en la economía sino, además, en el espacio político cultural. Y bien, justamente en ese espacio asoma una tercera grieta: la llamaremos grieta generacional
A los jóvenes predominantemente universitarios que intentan reprimir los esbirros de la dictadura, no llegan los cantos ya desafinados de la revolución sandinista. Los muchachos que han salido a las calles desde la semana pasada son protagonistas de una jornada de movilización social sin precedentes en la historia del país. A ellos el nombre de Sandino no les dice nada. Por el contrario, la dictadura ha logrado deslegitimarlo pues está asociado con la corrupción sin límites practicada por los orteguistas. La nueva generación, por el contrario, ha creado ideales consonantes con las juventudes de otros países. No acepta ser comandada por militares inescrupulosos y por una familia corrupta anidada en las habitaciones del Estado. No luchan por un liberalismo económico sino por libertades políticas, a saber, por un estado de derecho, por un ejecutivo separado del legislativo y del judicial y, no por último, por elecciones libres y soberanas. Esa tercera grieta, la generacional, difícilmente podrá ser cerrada por Ortega.
Como escribió Elvira Cuadra en el periódico digital “Confidencial”: “Los jóvenes que han salido a las calles desde la semana pasada y que hoy son los protagonistas de esta jornada de movilización social sin precedentes, son los de las generaciones de la “democracia”. Aquellos que nacieron después de la guerra escuchando, y creyendo, que Nicaragua era una democracia y que tenemos derechos. A los que se les reclamó tantas veces por su supuesta indeferencia y apatía. La verdad es que, igual que el resto de la sociedad, ni son apáticos, ni son indiferentes ni están desinformados. Por eso, nuevamente, como en otras épocas, son los protagonistas de esta gran movilización social”.
Dicho en modo de síntesis: Las tres grietas aparecidas en Nicaragua anuncian un quiebre con la continuidad histórica del país. La primera, entre la dictadura con los sectores laborales y jubilados víctimas del abusivo sistema de pensiones del Inss. La segunda, entre el poder orteguista y el Cosep. La tercera, entre una generación cultural y política que no se siente representada en el poder. Ortega ya intentó cerrar la primera retirando el injusto sistema de pensiones del Inss. A la segunda, la de los empresarios, tratará de cerrarla con negociaciones. A la tercera, en el mejor estilo somocista, a balazos. Lo que ya no puede ocultar es que esas tres grietas se encuentran entrecruzadas entre sí y portan consigo los signos de tiempos post-orteguistas.
El gran ausente en el quiebre que se anuncia en Nicaragua ha sido hasta ahora la clase política opositora. Disgregada en múltiples fracciones, incapaz de concertar un acuerdo unitario entre las diversas ramas desprendidas de los que fueron sus antiguos troncos liberales, conservadores y sandinistas, esa clase política ha terminado por convertirse en un lastre que impide el avance del proceso de democratización anunciado en las luctuosas manifestaciones públicas del mes de abril. Hay, por lo mismo, un profundo vacío de conducción, vacío que ha sido intentado llenar –de mal modo, como suele ocurrir– por una conducción de tipo gremial. La esperanza es que de las grandes movilizaciones de abril. surjan nuevas formaciones políticas o, por lo menos, un reposicionamiento de las antiguas. Con ellas, después de todo, habrá que contar.