Migración por discotecas, por Rafael Uzcátegui
La crisis migratoria venezolana ha sido una novedad no sólo para los propios venezolanos, sino también para los gobiernos de la región, sus sociedades y las organizaciones de derechos humanos del país, que hemos venido aprendiendo sobre qué deberíamos hacer para ayudar a proteger los derechos de quienes cruzan la frontera.
Hasta el momento en que esto se escribe, según una cronología personal, se han desarrollado desde el año 2012 por lo menos 5 oleadas migratorias: 1) Empresarios 2) Clase media 3) Perseguidos políticos 4) Sectores populares y 5) Miembros del propio oficialismo.
Aunque no existen datos oficiales al respecto, agencias internacionales estiman en dos millones de venezolanos quienes se han ido del país. Hay quien habla de 3 millones, lo que correspondería al 10% del total de población según el último censo.
Si usted tiene la oportunidad de viajar por cualquiera de los países de la región, podrá constatar la ingente cantidad de coterráneos trabajando en el sector servicios.
El volumen es de tal cantidad que hasta Nicolás Maduro ha tenido que tratar el tema, y algunos voceros del oficialismo han elaborado mensajes para que sus propios camaradas desistan de irse a otro país.
El único que parece no haberse enterado de la magnitud del problema es el Defensor Constituyente del Pueblo, el señor Alfredo Ruiz, que en una declaración candidata al museo de las infamias expresó: “No es cierto que Venezuela es un país de emigrantes. Venezuela todavía es un país receptor de inmigración (…) el flujo de las personas que entran es mayor que el de las personas que salen”.
La negación del problema se acompañó de su banalización. Según las palabras del exdirector de la Red de Apoyo la diáspora está conformada exclusivamente por personas de clase media, opositoras al gobierno, que ante la consolidación del madurismo, habrían perdido la esperanza: “Si tengo problemas para conseguir un empleo, problema de seguridad, me siento inseguro, no puedo acudir a algunos sectores, a alguna discoteca (…) la esperanza se pierde”.
En una interpretación del materialismo histórico para los promotores de derechos humanos bolivarianos, al cual Ruiz pertenece, los proletarios serían los únicos sujetos de derecho. Pero no todos: Los pobres afectos al gobierno. La estrategia de discriminación positiva, de la cual eran creyentes, dio paso simple y llanamente a la discriminación.
En una reciente visita a la frontera colombo-venezolana pudimos observar los matices de nuestro drama migratorio. Por el puente internacional Simón Bolívar, que conecta San Antonio con Cúcuta, sale el 48% de los endógenos que se van del país.
Se calcula que 35.000 venezolanos cruzan diariamente el puente, siendo sellados 3.500 pasaportes cada 24 horas a las personas que irán más allá de la capital del departamento del Norte de Santander.
Estos son los que pasan legalmente, pues según Jhon Jácome, periodista cucuteño, existen un aproximado de 150 pasos ilegales en ese pedazo de frontera, el más dinámico para ambas naciones.
Esta corriente migratoria se ha convertido en el principal flujo migratorio en toda la historia de Colombia. Las autoridades no terminan por diseñar políticas públicas para la atención de tal cantidad de “venecos”, y hasta ahora en las decisiones sobre el tema sigue reinando la improvisación, la demagogia y los cálculos políticos.
El presidente Santos anunció en febrero pasado la apertura de un refugio para dos mil personas del cual tres meses después no se ha colocado el primer ladrillo. La Tarjeta de Movilidad Fronteriza, que permitía la circulación entre San Antonio y Cúcuta ha sido anulado, dejando en un limbo a las personas que cruzan el puente y que por cualquier razón sólo estarán en la ciudad colombiana.
Si se decide ir a otras ciudades o seguir de tránsito a otros países, hay que sellar el pasaporte en Migración Colombia, con pasaje a otro lado en mano.
Muchos de los venezolanos pasan el puente con diez dólares en los bolsillos, y deciden quedarse en Cúcuta por diferentes razones, entre ellas la cercanía a su propio país. Sin embargo llegan a una ciudad que posee el índice de desempleo (18.7%) más alto de país, muy por encima del promedio nacional (10.8%).
El Norte de Santander es un territorio en cuyo noreste, en la zona de Catatumbo, continúa la presencia de grupos irregulares armados, el ELN y el EPL, que intentan suplir el vacío dejado por unas FARC acogidas al proceso de paz.
Los enfrentamientos entre ambas han obligado la creación de 32 centros de refugio para los desplazados internos. Algunos de ellos terminan por llegar a la capital del departamento. Así que Cúcuta se ha visto desbordada por sus propios pobres, los que llegan desplazados del Catatumbo y los migrantes venezolanos.
Si bien la historia binacional ayuda a contener el rechazo a los que huyen del Socialismo del Siglo XXI, las tensiones se han venido incrementando, y se pueden respirar en el aire. Una muestra pudo verse cuando se intentó entregar los bonos de 90.000 pesos a migrantes venezolanos por parte del Programa Mundial de Alimentos (PMA) de la ONU, que tuvo que suspenderse por los enfrentamientos entre ciudadanos de ambas nacionalidades.
Muchos colombianos con los que conversamos se preguntaban por qué se ayudaba sólo a los venezolanos cuando ellos también estaban pasando necesidades. Otros mostraban su preocupación ante el incremento del éxodo ante una eventual reelección de Maduro bajo votaciones simuladas.
Quienes aún estamos en Venezuela no imaginamos la tragedia de muchos quienes deciden, desesperadamente, cruzar la frontera. Un grupo de indígenas yukpa han decidido vivir debajo del Puente Internacional Simón Bolívar, tras su expulsión de Colombia en varias oportunidades y haber descartado su vuelta al Zulia.
En el interín, tres niños indígenas murieron por desnutrición, por hambre. Por otro lado, los cucuteños se han ido habituando a la imagen de los venezolanos “caminantes”, que ante la falta de recursos hacen el trayecto andando desde el puente hasta Bucaramanga, donde intentan establecerse y trabajar, con su maleta a cuestas.
Curiosa esta desesperación por no entrar a discotecas, que estimula que personas caminen 700 kilómetros hacia la nada, por caminos que desconocen, para recuperar la esperanza perdida.