Estética y revolución, por Tulio Ramírez
La verdad, de estética conozco muy poco. No se filosofar sobre el asunto y confieso que soy muy malo para aconsejar al respecto. La última vez que lo hice perdí la única novia que tuve en el bachillerato. Pero no hace falta poseer muchos conocimientos sobre el tema, cuando lo que observas evidentemente agrede la vista y la razón. Siempre he considerado que la estética más que un problema de autoimagen o culto al yo, es un problema de respeto a los demás. Me explico. Soy de los que piensan que una de las misiones que tenemos como seres humanos es la de evitar por todos los medios que el otro sufra la desagradable experiencia de convivir con lo que es inarmónico, bizarro, basto, grosero, burdo, indelicado, ineducado, maleducado, ordinario, patán, rústico, tosco, zafio, inculto, rudo, soez, obsceno, cateto, paleto, palurdo, vulgar, ramplón, tosco, pedestre, desaliñado y chabacano. Aclaro, no pretendo dármelas de “niñito bien” (lo de niñito es exagerado), pero hay cosas que, francamente.
Nadie pretende que se le eche cera a las calles y que la Alcaldía pase la pulidora hasta sacarle brillo, tampoco que a los muchachos contratados por el gobierno para cortar el monte en la autopista o para raspar las paredes en La Libertador, se les coloque uniformes con guantes blancos como hacen con las cachifas, los enchufados de La Lagunita, Oripoto o el Country Club. No se trata de llegar a ese extremo de sifrinería, pero es evidente a los ojos de todos la ranchificación ambiental de la ciudad capital. No sé si estoy equivocado pero pareciera que la revolución chavista se reconoce a sí misma en la marginalización, la chabacanería, el desorden y todos esos epítetos que nombramos en el párrafo anterior.
Entiendo que la estética ha sido ajena históricamente a las revoluciones comunistas. En los pocos viajes que hice a los países del llamado Bloque Soviético, la constante era lo sombrío del ambiente, lo gris y poco agraciado de sus construcciones (salvo las realizadas en el periodo prerevolucionario), lo melancólico de su geografía urbana, la uniformidad en la vestimenta y la tristeza en la mirada de transeúntes cuyo único destino diario era el trabajo rutinario a cambio de una remuneración miserable y ofensiva.
Ese cuadro siempre contrastaba con la narrativa y propaganda oficial.»
Era impresionante ver en las calles de Moscú afiches con imágenes de jóvenes pioneros alegres y dichosos expresando loas al socialismo y al líder de turno, mientras que los jóvenes reales deambulaban sin levantar la mirada, quizás pensando en lo miserable que se había tornado su vida. Ni hablar de Cuba. Un paseo por la destruida Habana Vieja con sus eternos jugadores de dominó en camiseta departiendo en horas laborales, la basura arrinconada en cada esquina, sus autos destartalados montados sobre ladrillos y la maraña de cables atravesando de lado a lado sus calles, pintan claramente el realismo socialista de ese país tropical.
Nuestra Caracas no ha escapado a esa negación de la estética. Caminar por nuestra otrora ciudad de los techos rojos es como caminar hacia el infierno de Dante. Cada esquina es un espectáculo de desidia, desorden urbano, suciedad y mal vivir. La revolución ha estimulado una manera diferente de ser ciudadano. Es lugar común ver a motorizados transitar por las aceras, a personas no indigentes orinar en descampado, sabanas sucias tiradas en la acera fungiendo de anaqueles de trozos de verduras extraídas de algún conteiner de basura en Quinta Crespo, tarantines destartalados vendiendo café en pocillos de peltre con la base oxidada, mujeres lanzando baldes de agua sucia a los pies de los caminantes, carteristas al acecho sin ningún tipo de temor a ser vistos, trapos colgando de ventanas rotas en los edificios de la Misión Vivienda, policías chantajeando a buhoneros, en fin, pareciera que esa es la estética de la revolución, regodearse en lo miserable y lo marginal.