Disidentes y vivarachos, por Simón García
Los regímenes totalitarios, las sociedades cerradas y los monolitismos ideológicos crean disidencias, como rebeldía o propuesta para ajustar y girar rumbos. El disidente auténtico es testimonio, riesgoso y solitario, de una lucidez, de un clamor de coherencia entre acción e intereses humanos o luz para para alumbrar una senda hacia la innovación cívica en medio de la oscuridad de la barbarie.
El comunismo, como dictadura de una pequeña élite que monopoliza privilegios en la cúpula y socializa el empobrecimiento general, estigmatizó velozmente a sus disidentes, anónimos o estelares, y convirtió en traición toda crítica, desacuerdo o manifestación de inconformidad con la jerarquía. En respuesta, conservadora y primitiva, el poder apeló a los expedientes falsos, las post calumnias y la implantación de cúpulas de temor en sus propias filas.
Trosky, símbolo de la disidencia ilustre, terminó con una picota clavada en su cabeza para destruir aquel cerebro que pensaba diferente al dictador Stalin. Un mensaje de miedo que se ejecutó luego como exterminio físico de toda la generación de revolucionarios que conoció a Lenin.
La revolución devora a sus hijos en un intento feroz por borrar toda huella sobre su nacimiento y tapiar con el secreto los errores y delitos del ungido como líder único e infalible del proceso.
Gobernantes y mayoritarios sectores sociales en diversos países fueron descalificados, por pensar fuera de la fila del rebaño de fieles, como agentes de otros gobiernos y traidores a una causa confiscada por la violencia, la ilegalidad y la corrupción. Cada diez años, la maquinaria burocrática de poder adueñada de la URSS trasmutó en enemigo externo a líderes y procesos revolucionarios que buscaban su propia vía. Así ocurrió con Tito y Yugoeslavia en 1948; con Inre Nagy en Hungría en 1958 y con Alexander Dubcek en la Checoeslovaquia de 1968. A punta de cañones y fuerza militar, los partidarios de introducir reformas al modelo imperialista soviético fueron aplastados a sangre y fuego.
La historia arroja numerosos ejemplos en los que procesos originariamente tendientes a lograr cambios estructurales, van degradándose por una forma de gobernar que recorta y quita un derecho tras otro y que pretende encapsularnos en la conformidad y la adaptación sumisa. No aquella que se planta, dentro de las reglas de juego del bloque hegemónico de poder, para subvertirlo, tejiendo perseverantemente la disidencia como extensa red anónima de resistencia plural organizada.
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Disidencia, según el DRAE, es quien diside. Y disidir es “separarse de la común doctrina, creencia o conducta”. El disidente nace así de una divergencia interna con una causa que no es privativa de nadie y su contenido es, por lo general, una aspiración de perfeccionamiento. Por eso, los que pretenden someter la vida a una ortodoxia inalterable le temen a la disidencia que, por una parte, obstaculiza la instalación de puestos de vigilancia, y represión; y por otra construye un complejo sistema de puentes y túneles para edificar soluciones pacíficas de cooperación y cambio político.
Disentir es siempre una reacción para ejercer y conservar el derecho al pensamiento individual, a la vida y la libertad, aun a costa de soportar las iras destructivas del poder
Pero cuando los gobernantes pierden legitimidad de desempeño y pretenden usurpar un régimen democrático mediante la imposición de un sistema totalitario, no queda otra opción ética y política, que disentir con toda la inteligencia y la mayor eficacia que podamos recabar junto con otros. Es el momento de salirse de las garras de la apatía, desprenderse de prejuicios, de cuentas por cobrar y hacernos ciudadanos responsables, motores activos de una disidencia que busca reencontrarse y recomponerse a partir de querer otro país posible.
El diablo, primer disidente conocido, evidencia una de las caras reprobables de la refutación inútil. Pero que mandinga sople sobre actitudes nobles y las distorsione no es suficiente para desacreditar toda disidencia y menos para no sopesar que todas ellas, aun las simuladas por vivarachos que buscan disfrutar de lo mejor de dos mundos, debilitan las bases de sustentación de la autocracia. Y esto, en principio, es lo que hay que lograr.
Si la oposición quiere no sólo confrontar convencionalmente al régimen, sino ejecutar una estrategia de aprovechamiento de todas las rendijas e interconectar los movimientos de sus piezas en todos los tableros, entonces debe comprender que los aparentemente pequeños resquebrajamientos, periféricos o centrales del poder, revelan una descomposición y crisis de lealtad por donde se le puede abrir un boquete al dique autoritario.
El encuentro entre disidencia chavista y oposición, con alto potencial de pluralidad y creación de opciones de convivencia en un proceso de reconquista de la democracia, puede operar como la más fecunda presión para realizar una negociación que nos conduzca a que seamos los venezolanos, en elecciones libres, los que decidamos el país que queremos rehabilitar como casa común
El fracaso de Maduro, la incapacidad del régimen para gobernar, el agravamiento de la crisis, las sanciones y demandas internacionales están generando una situación límite. Es hora de un gran entendimiento nacional que ahorre más sacrificios y sangre a una población que exige cambios en paz.