Los progres y los fachos, por Fernando Mires
Twitter: @FernandoMiresOI
Progres y fachos, fachos y progres. No son por cierto categorías de tipo weberiano, provienen más bien del habla pública, de hilos comunicativos formados bajo el calor de la pasión política, allí donde la gente se nosotriza en contra de otros que los cuestionan en sus ideologías, en sus creencias, en sus modos de ser, en sus culturas, en sus identidades. Son palabras destinadas a estigmatizar al otro, a marcar diferencias, a constituir bajo la forma de un simple mote a un enemigo más imaginario que real. Se trata en fin de una relación de negatividad, destinada, como toda negatividad, a construir una afirmación de “un sí mismo”.
Denominaciones radicalmente excluyentes, sin duda. Pues para un facho un progre es todo quien no es facho y para un progre, facho todo quien no es progre. Pero a la vez -paradoja- ni progres ni fachos se consideran a sí mismos como progres o fachos. Nadie dice yo soy progre o yo soy facho con el orgullo con que en el pasado derechistas e izquierdistas proclamaban a los cuatro vientos sus identidades políticas. La razón parece ser la siguiente: progres y fachos son categorías destinadas a ridiculizar al depositario del deseo de agresión gramatical que habita en cada una de nuestras bocas. Fachos y pogres son una creación negativa del otro por el otro.
Las palabras progres y fachos tienen, como casi todas las palabras, dos orígenes. Uno etimológico que es el que menos importa y otro histórico, que sí importa demasiado.
De acuerdo a sus orígenes etimológicos, las palabras progres y fachos son derivados de las palabras progresistas y fascistas. Sin embargo, no todos los llamados progres son progresistas ni todos los llamados fachos, fascistas. Muchos progres adhieren a ideologías del pasado, propias a la era del capitalismo industrial –el marxismo- leninismo, por ejemplo – y en ese sentido no solo no son progresistas sino reaccionarios. A la inversa, muchos fachos no son reaccionarios sino progresistas. La mayoría de ellos se declaran amantes del progreso tecnológico y económico y para ello están dispuestos a sacrificar al medio ambiente (Trump) e incluso a comunidades indígenas (Bolsonaro).
Ahora, desde el punto de vista histórico, las denominaciones progres y fachos pueden ser consideradas sucedáneas de las de izquierda y derecha. Y aquí salta la pregunta: ¿por qué el habla popular se ha visto en la necesidad de inventar significantes alternativos a los de izquierda y derecha? La respuesta es obvia: solo se usan nuevos significantes cuando los vigentes ya no están en condiciones de cubrir el significado de lo que intentamos significar. Prueba semiótica de que los términos izquierda y derecha han ido perdiendo su transparencia. Sobre las razones de esa pérdida hay muchos escritos y no insistiremos aquí sobre el tema. Lo importante es que las palabras progre y facho no designan solamente a objetos políticos sino, además, culturales. No a enemigos de clase o a ideologías contrarias, sino a dos modos de concebir y vivir el mundo. De ahí que ambos términos no pueden ser definidos de un modo objetivo sino a partir del mundo subjetivo de los progres y de los fachos. ¿Qué es un progre para un facho y que es un facho para un progre? Esa es la pregunta.
Progre para un facho tiene un significado polisémico. En su sentido originario sirvió para calificar a los que mantienen posiciones de la antigua izquierda y por lo mismo están dispuestos a rendir pleitesía a dictaduras militares como la cubana, la nicaragüense y la venezolana. Pero después el término ha sido extendido hasta llegar a designar a quienes forman parte o simpatizan con movimientos sociales como los feministas, los ambientalistas y los pacifistas. Para los fachos de hoy los progres forman un arco que va desde Kim Jong Un, pasando por Maduro, hasta llegar nada menos que a Merkel, Macron u Obama, estos últimos, representantes del “pensamiento correcto” (así lo llaman progres y fachos). Un facho, en consecuencia, puede ser perfectamente reconocible por la mega-dimensión e indiferenciación de sus antagonismos.
Lo mismo sucede con los progres. En un comienzo el término facho fue usado por ellos solo para calificar a personas que rinden culto a siniestras dictaduras militares a la Pinochet o a la Videla o a aquellos que ven en cada reforma social una amenaza comunista. El término ha cobrado vigencia después del aparecimiento de los macro y micro nacionalismos europeos en los cuales conviven fachos con fascistas de tomo y lomo. No obstante, el término ha sido extendido aún más por los progres y hoy les sirve para calificar a todo aquel que no vea en los EE UU un imperio asesino, a todos quienes no estamos de acuerdo con los excesos del me too, o a todos quienes nos oponemos a cualquier fundamentalismo ideológico o religioso.
Puede pensarse entonces que los progres y los fachos son los dos extremos de la política. Geométricamente podría ser cierto. Sin embargo, al ser designados el uno por el otro y el otro por el uno, es inevitable que entre ambos tengan lugar entrecruces identitarios hasta el punto de que pueden llegar a confundirse en una simbiosis. ¿Qué es un progre sin un facho o un facho sin un progre? La respuesta ha sido dada por los propios progres y fachos. La encontramos en Europa, en la indisoluble alianza contraída por ambos alrededor de la figura del autócrata Putin: el padre de todas las dictaduras del mundo. Pues para nadie es un misterio que Le Pen del FN, Gauland de AfD, Salvini de LN y Orban de FIDESZ, son aliados de Putin. Pero no menos aliados de Putin son Pablo Iglesias de Podemos, Mélenchon de Francia Insumisa y Tsipras de Syriza.
¿Qué ven los fachos en Putin? Sin lugar a dudas, el hombre fuerte y autoritario, el restaurador de costumbres patrióticas y viriles, el defensor de la familia, de la religión y el garante en contra de la odiada UE. ¿Y qué ven a su vez los progres en Putin? El anti-imperio, el hombre que se las planta a EEUU, el restaurador geográfico de la URSS con otro nombre, y (otra vez) el garante en contra de la odiada UE.
Del mismo modo un castrista y un pinochetista ayer, un bolsonarista y un madurista hoy, comparten similares valores políticos. Están dispuestos a transgredir los derechos humanos, son enemigos del debate público -y, luego, del parlamento- rechazan las vías electorales, asumiéndolas solo cuando pueden ganar, y buscan soluciones inmediatas, sin compromisos ni diálogos con “el enemigo”. Todo en nombre de una supremacía moral que nadie les ha otorgado. Solo así se explica por qué los progres son a veces tan fachos y los fachos son a veces tan progres. En verdad, para referirnos a ellos deberíamos inventar otras palabras: fapros o profas, por ejemplo.
No obstante, siempre y cuando no sean mayoría o por cualquier vía alcancen el poder, progres y fachos pueden jugar bajo determinadas condiciones un rol positivo. Ambos, visto así, representan en sus extremos a los enemigos de la por Karl Popper llamada “sociedad abierta”. Por lo mismo, ambos nos alertan que en momentos políticos como los que atravesamos, a quienes no somos ni progres ni fachos no nos está permitido bajar la guardia ni dormir sin mantener un ojo abierto.
La lucha por la democracia está plagada de peligros y hay veces -pienso inevitablemente en la Venezuela de Maduro- en las que los demócratas deben combatir contra dos frentes a la vez: los progres que ven en el dictador y su camarilla un baluarte en contra del imperialismo y los fachos que buscan cualquiera salida bajo la condición de que no sea política.
¡Progres y fachos del mundo, unidos seréis siempre vencidos!