Recuperarse de una rumba después de los 30, por Ace Palma y Reuben Morales
La edad de un rumbero queda fácilmente en evidencia si observamos el día que escoge para festejar. De hecho, si rumbea un jueves en un “happy hour after office”, seguro tiene más de 30. Y la razón por la cual escoge ese día es sencilla: tiene viernes, sábado y domingo para recuperar el sueño (y pueden no ser suficientes).
Cuando se tiene menos de 30, uno pasa todo el día soñando con triunfar socialmente en una rumba. Cuando se pasa el umbral de los 30, uno ya triunfa naturalmente en esa rumba, la cuestión es que paralelamente uno solo está deseando llegar a casa para dormir sabroso. Cruzar esa barrera de los 30, es vivir enclosetado. Ya no se cuenta con la misma energía para rumbear, tampoco con la misma resistencia ante el alcohol, pero se carece de esa valentía necesaria para asumir el nuevo rol de rumbero desmejorado.
Al pasar los 30, la entrada de un bar, o de una fiesta, debería tener un cartelito de advertencia como el de la entrada de un parquecito de McDonald’s: “Rumbear después de los 30 puede ser nocivo para su salud. Ocasiona momentos incómodos por comentarios fuera de lugar, chats de whatsapp dejados por la mitad, conversaciones con tu ex y posteriores días de total inutilidad cerebral en el trabajo”. Sin duda alguna, rumbear después de los 30 te enseña dos fórmulas matemáticas:
PRIMERA: “La edad es directamente proporcional al tiempo de recuperación luego de la rumba”.
SEGUNDA: “Mayor edad + Menor cantidad de trago = Mayor resaca”.
En consecuencia, se puede calcular la intensidad de la rumba por cómo uno amanece la mañana siguiente. Si duele abrir los ojos al despertar, entonces fue una buena noche. Aunque también significa otra cosa: se avecina un día muy largo (o dos, o tres). Por ello, las secuelas de una buena rumba después de los 30 suelen ser las siguientes:
- Amaneces con voz de Darth Vader.
- Pasas todo el día con los ojos achinados para evitar la luz.
- Apenas enciendes el celular, le debes bajar el brillo a la pantalla.
- No subes historias de Instagram. No existe filtro para disimular tu cara de destrucción.
- Si estás en la computadora, te das cuenta de que es un gran esfuerzo mover el cursor de una esquina del monitor a la otra. Y mantener una conversación de whatsapp, ni se diga.
- Culminar exitosamente una transferencia bancaria en este estado te hace sentir ingeniero de la NASA.
- A tu vecino ese día le da por taladrar la pared para instalar su nuevo televisor (pero el ruido lo escuchas tú en HD 4K).
- Para sobrevivir en el trabajo necesitas un Red Bull… mezclado con café… mezclado con té de guaraná… vía intravenosa. Y si eres padre, descubres que el dicho “cada hijo trae su arepa bajo el brazo”, es falso. En verdad debería ser “cada hijo trae su café bajo el brazo”.
- Durante todo el día, no haces sino repetir el siguiente mantra: “no vuelvo a beber más nunca… no vuelvo a beber más nunca… no vuelvo a beber más nunca…”.
Pero no todo es malo. Una resaca después de los 30 tiene cosas buenas. Te permite viajar en el tiempo. Por un lado, viajas al futuro. Te enseña todos los achaques de movilidad que tendrás a los 80 años. Por el otro, también te hace viajar al pasado, pues rememoras esa época donde comenzabas la noche con cerveza, luego saltabas al ron, después un par de shots de tequila, un Jaggermeister, un vaso de whisky, vodka, un poco de aguardiente y más ron (pero del barato, por la hora). Luego dormías un par de horas y se iban a la playa para repetir la hazaña.
No obstante, es en el presente donde esta sobrevivencia treintañera deja su más importante moraleja: eso de que “los 30 son los nuevos 20” es pura mentira. Nuestros lectores contemporáneos lo pueden corroborar. Seguro los jóvenes e indestructibles millennials lo ponen en duda, pero no importa. Aquí los esperamos en unos años… cuando compartamos todos juntos en un “happy hour after office”.