Revolución y Constitución: el diseño de la dictadura chavista, por Alonso Moleiro
A Tarek William Saab
El chavismo es un proyecto de poder concebido para no entregar el gobierno. Lo sabe todo el mundo, pero lo asumen muy pocos. Los miembros del PSUV tienen muy claro que, con gente que los respalde, como sucedía antes, o sin ella, como sucede ahora, la revolución es una realidad que trasciende cualquier circunstancia electoral. Este aserto no constituye un invento, un antojo, o una acusación. Al contrario: es una convicción que ha sido manifestada con toda sus letras por sus portavoces cuando ha sido necesario.
Puede que para algunos lectores esta reflexión parezca una obviedad. El diseño de la dictadura venezolana está pensado para eso: para naturalizar las distorsiones políticas y legales existentes, y convertirlas en parte del folclor local. El fraude institucional forma parte del status quo: es una ociosidad, cuando no una impertinencia, hablar de lo que todos sabemos, –e incluso, al darlo por sabido, todos aceptamos–.
Entregar el gobierno, como lo contempla la Constitución, como sucede en todos lados, de acuerdo a esta narrativa, constituye un ejercicio antidialéctico: ninguna revolución ha llegado al gobierno para luego alternar el poder con sus enemigos, esto es, con la burguesía. En esta certeza, que deshumaniza las demandas ajenas, descansa el fundamento conceptual de la dictadura venezolana y la falla de origen de todas las distorsiones de la política local.
Hugo Chávez y sus lugartenientes promovieron la puesta en vigor de la denominada Constitución Bolivariana, y colocaron en el debate público algunos señuelos destinados a confundir a personas, como sus disposiciones consultivas y el capitulado dedicado a los Derechos Humanos.
Para mimetizarse en el ambiente y ganar la confianza popular, en 1999 el chavismo promovió la aprobación de una Constitución burguesa y liberal, que sostiene principios republicanos, plantea un estado federal, consagra la alternabilidad política, las instancias contraloras del poder, los mandatos revocables, la propiedad privada y el estado de derecho. Un texto en el cual no está destinada una sola palabra para categorías interpretativas como el socialismo, las comunas o la revolución.
El diseño de la dictadura chavista actual ha consistido en desarrollar un habilidoso ejercicio de dos tableros en el cual ambas realidades, las formales, de la Constitución, y las reales, de la revolución, se superponen, se solapan y se alternan. Este diagrama de dominación presenta varios discursos, portavoces que se intercambian de roles y un eficiente trabajo propagandístico, destinado a reconciliar a la gente con las circunstancias. A convertir la presencia en el poder del liderazgo chavista en un estado estático que el país juzgue como natural.
La revolución y la constitución son las dos esferas, los dos engañosos instrumentos que gravitan sobre la narrativa de la dictadura de Nicolás Maduro y sus colaboradores. Tienen públicos y voceros distintos, aunque a veces se intercambien los roles y se confundan las audiencias. Jorge Arreaza o Tibisay Lucena dirán a unos empresarios rusos que, con sus protestas, la Oposición venezolana no respeta la Constitución. Esa misma tarde, Diosdado Cabello hablará a sus seguidores en Maturín y dirá que al chavismo no lo saca nadie del poder, ni por las buenas ni por las malas, porque en el país lo que hay es una revolución.
Hugo Chávez y Nicolás Maduro se han dado a la tarea de romper el pacto republicano que propone la Constitución del 99, al convertir sus consignas, sus intereses y sus proyectos de gobierno en religión de Estado. Así como las necesidades revolucionarias son alimentadas con las excusas constitucionales, el Estado venezolano es tributario del gobierno chavista. Para eso han hecho un uso artero y felón de las Fuerzas Armadas en la sociedad venezolana, distorsionando por completo su mandato constitucional para convertirlas en un capítulo artillado de la política venezolana, que no responde al interés nacional sino a los objetivos de la revolución.
El proyecto de dominación de Nicolás Maduro tiene sus propios atributos, distintos a los de la revolución cubana o las dictaduras del cono sur. Toma algunos elementos parciales del liberalismo y formalidades consultivas: ha decidido invadir un poco menos la esfera individual de las personas, permite la existencia de empresas y tolera a los partidos opositores, formaciones que, a lo sumo, podrán llegar a las gobernaciones de estado.
Para civiles y militares chavistas, el asunto está claro: la oposición, cómo no, puede existir, y claro, cuanto menos fastidie, es decir, en la misma medida que acepte que sólo puede existir, siempre será mejor. La oposición lo que no puede es ganar una consulta popular y llegar al poder para ejercerlo. La oposición no puede presentarle a los ciudadanos la opción de la reforma para sustituir la convención obligatoria de la revolución.
El régimen bolivariano encarna una dictadura en la cual se le impone a la ciudadanía un estado de cosas. Un marco concebido para que los jerarcas del régimen, los que administraron las enormes riquezas del país en estos años, los que quebraron a la república con sus trapacerías y su conducta punible, no le rindan cuenta al país de su proceder y no se asuman las consecuencias políticas de sus errores.
Dentro de ese marco inamovible, y en consecuencia, totalitario, subsiste un ejercicio de gobierno usurpador que es minuciosamente imperfecto, y que todavía regatea en torno a su presunta sensibilidad y sus conquistas sociales. Empañado en legitimar sus métodos estableciendo comparaciones con gobiernos del pasado. Como si los derechos políticos de la gente, Tarek, el derecho a elegir, y a organizarse políticamente, el derecho a cambiar de gobierno cuando el deseo es mayoría, como se cambió de gobierno en 1998, no fueran, también, Derechos Humanos.