Campo y ciudad, por Marco Negrón
Partiendo de la idea de que las ciudades “son también formaciones parasitarias, abusivas”, Fernand Braudel, el gran historiador francés, ha afirmado que “el diálogo ciudad-campo es en realidad la primera, la más larga lucha de clases que la historia haya conocido”. Pero, por otra parte, nuestro Juan Nuño ha sostenido que, si no existieran las ciudades, tampoco “existirían los individuos, es decir, los hombres libres”, lo que es tanto como decir que no existiría la civilización.
No hay respuestas simplistas a este, uno de los grandes dilemas de las sociedades contemporáneas: aunque a estas alturas de la historia, más que a estupidez suene a locura, todavía hay quien sueña con eliminar o reducir a su mínima expresión las ciudades llevándose de paso por delante, si nos atenemos a la opinión de Nuño o, para apenas mencionar dos otros maîtres à penser, Octavio Paz o Lévi-Strauss, a la mismísima civilización. Una opción no sólo indeseable sino además imposible.
A nadie, en cambio, se le ha ocurrido proponer la eliminación del campo: pese a los indiscutibles avances de la agricultura urbana –la verdadera, la que se apoya en la innovación y las nuevas tecnologías, no en las sandeces de los conuqueros del pensamiento– es evidente que siguen existiendo muchos y muy importantes rubros no urbanizables. No obstante, en su informe de 2001 sobre “El estado de las ciudades en el mundo”, la Oficina Habitat de Naciones Unidas afirmaba que “En sentido estricto el mundo está completamente urbanizado, pues el campo de fuerzas que forman las ciudades tiene el poder de conectar todos los lugares y todas las personas en una unidad productiva que se adapta constantemente”.
Sin embargo, ello no quiere decir que esa situación –aunque quizá sea más exacto decir tendencia– sea homogénea a lo largo y ancho del planeta: ella está motorizada por la innovación en la conectividad tanto en cuanto se refiere al transporte como a las comunicaciones, por lo que resulta menos intensa en aquellos países territorialmente más extensos, de menor densidad poblacional y, desde luego, más atrasados social y económicamente.
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Lo que se ha universalizado es, sin duda, los valores de la cultura urbana; pero si hay desigualdades en el interior mismo de las ciudades, ellas son todavía mayores entre población urbana y población rural: no hay duda de que, pese a todos los progresos, las oportunidades que le ofrece la vida siguen siendo mucho mayores para el niño que crece en la ciudad, sobre todo en la ciudad grande, que para el que lo hace en el campo.
Pero como el desarrollo del campo nace siempre en las ciudades, el avance de las nuevas tecnologías, particularmente de la 5G, promete reducir todavía más la brecha, eventualmente incluso cerrarla definitivamente. En China, que hasta ahora lleva la delantera en su desarrollo, se propone llevarla a 400 millones de personas para 2025 con planes específicos para el medio rural.
En los Estados Unidos el tema se maneja con prudencia, pues hasta ahora el análisis costos/beneficios arroja resultados negativos a causa de la dispersión de la población, una barrera que China se propone superar gracias a acuerdos público-privados. Un informe reciente de PwC sostiene que, para no quedarse atrás, las sociedades occidentales requieren de una revolución en las “small cells”, las microantenas requeridas por la 5G, el cuello de botella del sistema.
En nuestro medio, donde hasta las ciudades se están ruralizando aceleradamente y pese a sus alardes sinófilos, es ocioso pensar que podamos montarnos en ese tren mientras los conuqueros del pensamiento sigan controlando el cuarto de mandos: en este, como en tantos otros temas, será imposible retomar la ruta del futuro mientras no se los desaloje