Amando a Mao, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
“Destruid primero; la reconstrucción llegará por sí misma”
Mao Zedong, c. 1965
¿Amas a Mao? ¿Quién no ama a Mao? El chascarrillo de evidente doble sentido era atribuido en mis tiempos universitarios a cierto dirigente estudiantil de entonces devenido en un (muy) conspicuo miembro de la neoaristocracia roja, la misma que años más tarde lo desalojaría a patadas al estilo de las clásicas purgas entre comunistas.
Ciertamente un tipo muy ingenioso aquel, de amplias si bien poco sistemáticas lecturas, lo que a la larga haría que su inextricable discurso dejara de serle funcional a la revolución chavista.
Pero hay que decir que aquello de amar a Mao no era cosa original del susodicho sino de Fidel Castro, cuyo régimen ha mantenido en permanente succión al miserable pueblo cubano desde 1959
Como Mao Tsé-tung se le conocía en mi época. Años después, con la definitiva adopción del sistema Wade-Giles para la traducción de caracteres chinos al alfabeto latino, el tipo quedó llamándose Mao Zedong. Pero no se confunda nadie con tal sutileza pues se trata del mismísimo “Gran Timonel”, responsable de la muerte por hambre de más de 25 millones de chinos durante los años de locura del “Gran Salto Adelante” que pretendió convertir en potencia industrial en un par de años a un país de milenaria tradición y cultura agrarias.
Para 1961, el fracaso de aquella descabellada política terminaría por desplazar del poder al perverso chinito Mao trayendo a la escena a gente más sensata, como Deng Xiaoping. Pero persistente como un cólico, Mao volverá de nuevo al centro de la escena entre 1963 y 1964 con la no menos terrible “Revolución Cultural”, un verdadero aquelarre de locura política que acabaría con toda expresión de pensamiento autónomo en China. Hasta Beethoven quedó prohibido. Las universidades serían progresivamente ahogadas, presos o exiliados sus académicos cuando no humillados públicamente colocándoles de barrenderos o cosas así.
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Los alumnos en las escuelas se convirtieron en enemigos de sus profesores. El examen de conocimientos con fines aprobatorios se consideró cosa de “intelectuales burgueses”. La llamada “joven guardia roja”, suerte de “colectivo” integrado por adolescentes acomplejados cuando no con problemas mentales se convirtió en el instrumento por excelencia de aquella máquina de destrucción que era el maoísmo repotenciado: “destrúyanlo todo, que ya mañana habrá oportunidad de rehacerlo”. Fue así como joyas del más antiguo arte chino, universidades y bibliotecas terminaron siendo pasto de las llamas destructivas de la locura roja en su versión maoísta.
Maoísta de formación es el núcleo central del poder chavista, antiguos militantes todos de la vieja Liga Socialista de Jorge Antonio Rodríguez, Carmelo Laborit, Julio Escalona, David Nieves – una de las “joyitas” del secuestro de William F. Niehous- y de Nicolás Maduro, entre otros. La de “la Liga” fue siempre una votación históricamente inferior al 1%.
El partido del “arrechito”, denominación esta con la que popularmente se conocía al agresivo ícono de puño alzado y estrella roja de fondo que acompañaba a sus siglas, jamás habría ni tan siquiera soñado con llegar a controlar un concejo municipal de pueblo de no haber sido por su estratégica alianza con los militares alzados en el 92, los mismos que hoy hacen el saludo militar al paso de los jerarcas rojos poniéndose un pañuelo en la nariz. Recuerdo habérselo advertido hace 20 años, en un bar de San José de Costa Rica, a un talentoso subteniente del Ejército con quien con coincidí durante un programa en el Incae: “ustedes no se imaginan el mal negocio que hicieron aliándose con ese clan de derrotados con hambre y sed de revancha”. Aquel joven oficial – hoy debe ser general– seguramente habrá tenido oportunidad de evocar esa conversación una y mil veces contemplando el desastre nacional al que la dichosa camarilla de “mamadores” de Mao terminó conduciendo a toda Venezuela, su Ejército incluido.
Porque para la lógica maoísta, destruir es parte de la dinámica de toda revolución
Sea que se trate de ejecutar profesores, de proscribir a músicos y escritores o de hacer añicos una vasija de tiempos de la dinastía Ming, la idea es clara: arrasarlo todo, devastarlo. Una política de tabula rasa tras la cual lo destruido podrá ser reedificado “como debe ser”, es decir, a la manera que impone el modelo revolucionario.
Los chinos tuvieron que esperar aún muchos años tras la desaparición física de Mao y las rubieras de su viuda y su camarilla para empezar a “ver luz” a partir de un modelo económico que pretende incorporarlos a la modernidad por una vía distinta a la de Occidente. De allí los rascacielos de las ciudades de la costa del Mar Amarillo, tan llenas de ferraris y de multimillonarios de nuevo cuño; de allí también la pléyade de nóveles burócratas del PCCh educados en Harvard y de corporaciones gigantes como ZTE y Huawei comiéndose al mundo. Pero hasta allí: nada de democracia ni de derechos humanos. Nada de consideraciones ambientales ni de libertades individuales más allá de la de hacerse –si es que se puede- milmillonario.
En la China posterior a Mao, edificada sobre la destrucción de la otra, la milenaria, al que se ponga “cómico” sencillamente se le pasa un tanque por encima como a los manifestantes de Tiananmen de 1989.
Se entiende entonces que destruirlo todo esté también en el DNA chavista. Lo estamos presenciando en toda Venezuela. En la sanidad pública el daño es inocultable: hasta el régimen lo ha admitido permitiendo la entrada al país de la Cruz Roja
En el estado Miranda, la obra sanitaria del actual gobernador, pretendido “rostro fresco” de un chavismo decrépito, expone como pocas la fe del círculo maoísta al que se adscriben sus mentores: todo ha sido destruido. De la Red Francisco de Miranda, levantada en ocho años de intenso trabajo en el sentido contrario – es decir, construyendo– es poco ya lo que queda.
De los siete Pronto Socorro, aquellos versátiles “hospitalitos” en los que se podían resolver emergencias incluso mayores, uno – el de Guarenas- quedó convertido en metal retorcido tras un insólito incendio. El más antiguo de todos, el de Higuerote, ya no es “ni la sombra” de lo que fue, pues perdió su tomógrafo. Su módulo de trauma y choque ya no funciona como tal. Ya nadie habla del de Los Teques, Guatire o Río Chico, subsumidos en la crisis frente a la que alguna vez se erigieron como alternativa. Todo ha sido devastado inmisericordemente.
“Destruid primero; la reconstrucción llegará por sí misma”. Pero las reconstrucciones toman años. Y vidas. En el caso de la venezolana, exigirá del esfuerzo de una generación entera, quizás más. La sanidad venezolana ha sido destruida piedra a piedra. El “amor a Mao” de la nomenklatura chavista tiene en la devastación sanitaria venezolana, junto a la de Pdvsa, la del sistema eléctrico nacional, la de las FF. AA, las universidades, el tejido empresarial y toda la institucionalidad republicana, la demostración palmaria de su consumación. Hasta que haya oportunidad para reconstruirla, el tributo de dolor y de sufrimiento que tamaña destrucción acarree será pagado no por la jerarquía roja sino por el ciudadano que hace 20 años la instaló allí con su voto.
“A Mao le asfixiaba el concepto de un progreso en paz…precisaba de la acción violenta y contemplaba la lucha permanente como un elemento necesario para el desarrollo social”, escribe Jung Chang en el extraordinario relato que nos entrega en Cisnes salvajes. Tres hijas de China, de 1993. De manera que olvídese Venezuela de “milagros” bajo la bota chavista. Abandónese la idea, tan propia de estos chinos con la que nos topamos ahora por todas partes, de “zonas económicas especiales” a lo Guandong: si quieren ver de cerca una, no tienen más que asomarse a esa tragedia ecológica, social y sanitaria que es el llamado Arco Minero.
Porque los amantes de Mao en Venezuela vienen con la lección bien aprendida y su premisa es una sola: destruir. Destruir para depredar. Más nada. Los venezolanos, ¿nos quedaremos “amando a Mao”?
Referencias:
CHANG, Jung. Cisnes salvajes. Tres hijas de China (1993). Editorial Circe, Barcelona, p.264 y 274.