Democracias sin demócratas, por Carlos M. Montenegro
En cada país se percibe la democracia a través del prisma de su propia historia, su cultura y sus creencias, incluso las religiosas.
Es bien sabido por todo aquel que se sirve del lenguaje como medio de comunicación, que el significado de cada palabra debe ser compartido por quienes envían y reciben el mensaje. De lo contrario no habrá entendimiento entre unos y otros. Por eso quiero precisar significados y conceptos sobre el asunto al que me quiero referir hoy.
Cuando digo demócratas, no me refiero a los miembros de cualquier partido que se designe en esa forma. Me refiero a las personas que consideran a la democracia como el mejor sistema de gobierno. Cuando digo democracia me refiero a una forma de gobierno en la que se establece que el poder político es ejercido por los individuos pertenecientes a una misma comunidad política, es decir a los ciudadanos de una nación.
Sin embargo, a pesar de sus virtudes, la democracia sufre de fallas y limitaciones y aún quienes la aceptan como el sistema de gobierno menos imperfecto con frecuencia lo critican con dureza.
Por decirlo en forma sencilla, la democracia consiste en que, si dos o varias personas quieren presidir un país, deben someterlo a sufragio libre y universal, no restringido y el que obtenga más votos gobernará durante el periodo instituido
El resto de opositores deberán vigilar que desempeñe su labor de la mejor manera, cumpliendo con las reglas y programas prometidos; en caso de que el gobernante cometa errores tales que pudieran perjudicar a la nación, la oposición tiene la importante misión de denunciarlo y tratar de que los corrija por el bien general.
Claro que, a la hora de la verdad, en la mayor parte de los casos eso no se da. La historia muestra que excepto en avanzadas, aunque escasas, sociedades de gran talante democrático, muy pocos opositores harán verdaderos esfuerzos para evitar que el gobernante de turno descarrile en su tarea de gobierno y termine fracasando. Si así lo hiciese, pudiera ser que el gobernante y su partido tuvieran éxito en su gestión y repitieran el mandato.
Con lo que a la oposición es probable que le costara bastante alcanzar el poder. Aunque todos lo callan, la consigna habitual suele ser esperar a que el que gobierna se equivoque estrepitosamente y luego ponerlo crudamente en evidencia en el foro, eso sí, “democráticamente”.
Winston Churchill un demócrata exento de toda sospecha decía que «el mejor argumento contra la democracia es una conversación de cinco minutos con un elector promedio«. El sabía de eso.
El día de la rendición de Alemania, 8 de mayo de 1945 el hombre que ganó para los británicos la Segunda Guerra Mundial se dirigió al Parlamento, y al entrar fue objeto de la más tumultuosa ovación que registra la historia de Westminster. Los diputados, olvidando las formalidades rituales, subidos en sus escaños gritaban chasqueando periódicos con las manos. Churchill permaneció en pie a la cabecera del banco ministerial mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.
Aquel hombre que tras la contienda fue considerado un gigante político, a pesar de su enorme popularidad no contaba con la fidelidad incondicional del electorado. Tan pronto como terminó la guerra el voto de los ingleses dos meses después lo depusieron de su cargo, siendo derrotado en las elecciones por Clement Attlee, el candidato del opositor Partido Laborista. Churchill, sin rechistar, siguió en el Parlamento y como si nada continuó como jefe de la oposición.
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Jorge Luis Borges, el enorme escritor, pensador e ingenioso fabricante de frases, con su agrio estilo, fue mucho menos sutil cuando afirmó que «la democracia es un error estadístico, porque en la democracia gobierna la mayoría y la mayoría está formada por ignorantes o imbéciles”.
El agudo y controvertido poeta, dramaturgo, escritor y articulista español, Antonio Gala, también fabricante de frases ingeniosas, tiene una muy popular referente al mismo asunto: «La dictadura se presenta acorazada porque ha de vencer. La democracia se presenta desnuda porque ha de convencer».
Kofi Annan, séptimo secretario de la ONU: “La educación no solo enriquece la cultura… Es la primera condición para la libertad, la democracia y el desarrollo sostenible”.
A pesar de tan brillantes críticas, ni Churchill, ni Borges, Gala o Annan fueron capaces de aportar una formula mejor que la democracia como sistema de gobierno
América Latina parece estar pasando, una vez más, por una notoria tendencia al debilitamiento de la democracia y, en consecuencia, al fortalecimiento de rasgos autoritarios en los gobiernos. Pero de ningún modo puede decirse que las instituciones democráticas hayan sido socavadas únicamente por los gobernantes. En todos los ámbitos sociales y políticos se pueden apreciar inclinaciones autoritarias y conductas antidemocráticas, algunas de larga data, que aparecen y desaparecen cíclicamente. ¿Estará el futuro latinoamericano condenado a tener democracias sin demócratas?
En esta época de extrañas mutaciones en los valores, ¿no tendremos la suerte de que se instalen nuevos elementos sociales que sepan trazar un rumbo para lograr una mejor democracia?
Vamos a estar claros: Venezuela, por ejemplo, es una democracia con muy pocos demócratas. Basta echar una rápida mirada por el retrovisor y en toda su historia, desde la llegada en 1498 de Cristóbal Colón hasta hoy, ha habido muy poca democracia
La tan cacareada Cuarta República fue una especie de gymkhana democrática con unos pocos demócratas dirigiendo el juego y montones de jugadores que no lo eran. Si la cosa aguantó cuatro décadas fue porque el dinero manaba a borbotones por los balancines en los campos petroleros.
La prueba es que en las naciones donde se practica la democracia realmente, los países y su gente mejoran cada día más. La democracia decretada en el Pacto puntofijista a medida que transcurrió el tiempo fue “empeorando satisfactoriamente” al país inmersa en una rumba de whisky y petróleo, con partidos políticos repletos de liturgia democrática pero que en realidad iban a lo suyo. Lo muestra el hecho de que, tras la caída de Pérez Jiménez, cada nuevo mandatario, nueve en total, elegido democráticamente, reivindicaba al anterior con su mal hacer. Y nos regalaron 20 años de democracia entre paréntesis sin cerrar aún.
El resultado fue la maravilla de que un golpista fracasado, convicto y encarcelado, fue sobreseído por uno de los padres de la democracia venezolana (¿ha es normal eso?); fue elegido presidente en elecciones legales, hizo una revolución con revolucionarios, que resultaron otra cosa, quedándose con el país.
Se sacó de la manga un socialismo del siglo XXI sin socialistas y fundó una especie de partido-logia con comunistas que lo que debían saber de Marx es que eran cuatro hermanos comediantes; se declaró comunista sin serlo hasta que se murió y le traspasó el país a su “second”.
Lo demás es historia, pero unos detalles por no dejar: Tenemos dos Presidentes de la República: tenemos dos Asambleas Nacionales, una chimba pero que persigue, allana, encarcela, tortura y mata a los diputados legales, pero sesionan en el mismo edificio; al mismo tiempo el gobierno recibe a la Alta Comisionada para los DDHH, enviada por la ONU a chequear los crímenes, pero la reciben con una orquesta a la entrada de la Cancillería y ella encantada; la primera combatiente del país tiene un par de sobrinos, uno huérfano criado por la pareja presidencial, presos en los EEUU, y toda su estirpe de flores plantadas en todos los estamentos de la Administración, que viajan en jets y carros rojos, rojitos Maranello..
Nuestra endémica tendencia a la adoración de caudillos demagogos nos sigue llevando a entregarles, sin mucho análisis, el poder de decidir los destinos del país, casi siempre con resultados catastróficos.
Abundan aún en estos días proselitistas pseudodemócratas sosteniendo vehementemente que las democracias autocráticas de Mao Tse-tung, Fidel Castro, Erich Honecker y hasta la del socialista del siglo XXI, son buenas para el pueblo, no esas imperialistas como las de Franklin D. Roosevelt, Winston Churchill, Konrad Adenauer o Pierre Trudeau.
¿Quién da más?