La unidad es un fin, por Simón García
La política no es indemne al tropel de destrucciones que nos azota. Merece ser defendida, como uno de los bienes públicos a rescatar por los ciudadanos que la necesitan más de lo que lo admiten.
Ella es el lugar de la resistencia cívica y de arriesgado acto de responsabilidad humana frente al poderío aplastante del Estado. Los regímenes de fuerza aborrecen la política, el debate y el voto
Las redes se han hecho autopistas de la antipolítica. Ellas, convertidas en coto de represión mental de una jauría digital contra la deliberación democrática, permiten cumplir de modo sofisticado, tareas típicas de inteligencia policial: el fusilamiento moral del espíritu de lucha, la decapitación de los líderes, la erosión del prestigio de los partidos políticos y la instalación de un clima de intolerancia, desconfianza y exclusión que también obstruye el cambio. Los miles de tuits diarios que se fabrican en Miami crean una atmósfera tóxica.
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El retorno de la política debe contener eficacia práctica y reaprendizaje de valores democráticos. Aún constreñida a desenvolverse bajo reglas dictatoriales, la política si es alternativa, tiene que prefigurar la demanda de libertad, el ejercicio de la solidaridad con los más débiles, la vocación de servir a otros y la preservación de las diferencias que fundan la pluralidad.
La eficacia de toda política se mide por sus resultados, en cuánto y cómo se avanza respecto a los objetivos. Si esta relación es desfavorable hay que tener el coraje de introducir cambios en la estrategia de cambio, aún a costa de ser víctimas del falso “consenso” de las redes. Es más importante consolidar la unidad, elevar la capacidad de neutralizar o atraer sectores del bloque dominante, ampliar las alianzas o aumentar el tamaño de las vanguardias que inhibirse para no arriesgar costo reputacional ante las redes. Bajo dictaduras hay que saber nadar entre remolinos y contracorrientes.
Hoy es letal cerrar los ojos ante nuestras limitaciones y carencias o insistir en justificar errores frente a los hechos. Si los éxitos iniciales están cediendo porque la vía rápida se atascó o porque ya es insostenible exigir como requisito previo lo que debe mantenerse como un resultado en el proceso, es momento de revisar e innovar la estrategia.
Un entendimiento plural y nacional debe ser procurado en base al cese de la destrucción del país, la contención de la crisis humanitaria, la aprobación de un cronograma para unas elecciones libres y justas que incluyan presidenciales y parlamentarias, la formulación de un esquema de nueva gobernabilidad democrática con garantías creíbles para el chavismo y la aprobación de un programa de reconstrucción que reunifique a los venezolanos. La conducción de esa estrategia debe seguir en manos de la AN, aunque sin exclusiones ni pretensión de hegemonizarla.
La mayoría opositora, encarnada en Guaidó y la AN deben abordar el acuerdo, parcial e incompleto entre el régimen y la oposición minoritaria, como un hecho positivo que contiene más oportunidades que amenazas. No es una competencia indebida contra la mayoría dirigente. Al contrario, oxigena a la mayoría porque hace su concurso indispensable para darle representatividad y capacidad de ejecución a ese acuerdo. Fortalece la institucionalidad de la AN, permite acuerdos parciales y paliativos antes de resolver lo principal y abre un margen para que la AN retome la iniciativa de Noruega en nuevas condiciones.
Es urgente darle prioridad a la solución electoral, pacífica y democrática. Para abrir esa nueva fase la unidad debe pasar de condición de sobrevivencia a ser un fin. Porque la unidad es hoy la condición de victoria compartida, con noción de futuro y sentido de país