Cadáveres amados, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
A la memoria del colega Paul René Moreno,
Universidad del Zulia, promoción médica de 2017.
“Cadáveres amados los que un día,
Ensueños fuisteis de la patria mía,
¡Arrojad, arrojad sobre mi frente
Polvo de vuestros huesos carcomidos! ”
José Martí, A mis hermanos muertos el 27 de noviembre (1872)
El 27 de noviembre de 1871, ocho estudiantes de la Facultad de Medicina de la Universidad de La Habana eran pasados por las armas tras juicio sumarísimo por la “profanación” de la tumba de no sé qué funcionario colonial. La verdad tras aquel crimen era otra: los muchachos adherían la causa de la independencia de Cuba, para entonces con Filipinas el último reducto del antiguo imperio español de ultramar. A su memoria dedicó el gran José Martí, Apóstol de la libertad cubana, aquellos versos que siendo yo un joven estudiante de Medicina en la UCV guardé entre las páginas del tomo segundo de la Anatomía Humana de Testut y La Tarjet y que con lágrimas en los ojos hoy he reencontrado, con borrosa tinta sobre papel amarillento, después de más de tres décadas.
Aquellos ocho muchachos habían sido estudiantes de Medicina, como lo era yo hace treinta años. Uno de tantos que yendo a visitar a la novia con el grueso volumen de Anatomía o de Fisiología bajo el brazo suscitábamos más admiración y afecto entre las potenciales suegras que en las muchachas objeto de nuestros sueños, que de seguro encontraban muy poco entretenidos aquellos libracos llenos de dibujos de abdómenes disecados cruzados –como el de San Sebastián- por decenas de flechas que señalaban el nombre de cada una de sus estructuras en rancia nomenclatura latina.
En aquella Cuba corrían los tiempos de la llamada Guerra Grande, la primera de las tres que los patriotas de la isla libraran contra la ocupación española. Los terribles “cuerpos de voluntarios” cubanos no tuvieron piedad con aquellos desgraciados muchachos: uno a uno fueron recibieron el infame tiro en la nuca con el que se apagaron la vida y los sueños de quienes, como ellos, tuvieron en el amor por la libertad su único delito.
Matar estudiantes ha sido uno de los rasgos más distintivos de las tiranías iberoamericanas de todos los tiempos. González Videla y Pinochet en Chile, los milicos argentinos, Bordaberry en Uruguay, Stroessner en Paraguay, Castelo Branco y sucesores en Brasil, “Chapita” Trujillo en Santo Domingo y su vecino Duvalier en Haití; también “Tacho” Somoza y su dinastía en Nicaragua, Ríos Montt en Guatemala, Gómez y Pérez Jiménez aquí, por citar tan solo a algunos: todos ellos exhibieron el natural odio del tirano por el estudiante que les animó a abrir fuego contra ellos cuando no a “desaparecerlos” en el horror de operaciones como aquella de la terrible “Noche de los Lápices” en la Argentina de 1976, cuando los “grupos de tarea” del ejército se llevaron desde sus casas a seis muchachos estudiantes de secundaria de La Plata –casi unos niños– de los que jamás se volvió a saber.
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Odio estructural y ciego. Animadversión profunda por quien no obedece sino que increpa y no acata sino que cuestiona. Nada resultó tan odioso a las tiranías de aquellos y de estos tiempos que el muchacho contestatario marchando envuelto en su bandera y llevando el libraco del curso bajo el brazo. La orden fue siempre tirarles a matar, creyendo que con ello también se mata a la idea. Oscura tradición latinoamericana con la que se entronca el actual régimen venezolano, cuyo saldo de 276 vidas cegadas tan solo entre 2013 y 2019 –casi todas a bala durante manifestaciones de calle– incluye a jóvenes estudiantes hasta de menos de 18 años de edad, de acuerdo con datos recogidos por el Observatorio Venezolano de Conflictividad Social.
Pero si Caracas y el estado Bolívar fueron los escenarios en los que más a muchachos se asesinó, en mi recuerdo quedará grabado por siempre el crimen de Paul René Moreno (1992-2017). Fue en Maracaibo.
Era Paúl René un joven estudiante del último año de Medicina de la Universidad de Zulia, integrante de la valiente Cruz Verde Universitaria que a tanta gente socorrió cada vez que la represión chavista cargó con furia contra manifestantes civiles inermes.
Este país nunca olvidará la conmovedora escena en la que el rector de LUZ le confería, a título póstumo, el diploma de médico cirujano a aquel muchacho marabino asesinado por la represión a pocos meses del luminoso día de su grado universitario; ese esperado día en el que, ataviado con las galas académicas y luciendo la medalla de grado y las cintas amarillas de la Facultad Médica, por fin sostendría en sus manos el ansiado pergamino que en aquel instante de dolor estaba siendo depositado, en medio de aplausos y de sollozos contendidos, sobre su féretro. La Venezuela médica jamás asistió a un acto tan conmovedor y triste: Paul Moreno había ascendido antes al Cielo que al paraninfo de noble casona marabina de La Ciega, sede histórica de la Ilustre Universidad del Zulia.
Porque noviembre es mes luctuoso, a la insulsa expresión anglosajona del “jalogüin” insisto cada vez que puedo en oponer la nuestra, piadosa y latinamente católica. Entrañable tradición que nos llama a recordar con respeto y afecto la memoria los seres queridos que nos precedieron en el tránsito hacia la casa del Padre. Vaya en ello mi oración especial por Paul René Moreno y los jóvenes caídos en la lucha por la causa de la república en Venezuela. Rindamos tributo a los cadáveres amados de tantos estudiantes que lo largo de la dramática historia de nuestros pueblos llegaron hasta el más grande de los sacrificios por puro amor a la libertad.
Referencias:
Martí, J (ed.1992) Obras escogidas. Espasa-Calpe, Madrid (3T).
Observatorio Venezolano de Conflictividad Social, Informe 2019. En: www.observatoriodeconflictos.org.ve