Industria furtiva, por Marcial Fonseca

En la empresa Aceites Subterráneos Compañía Anónima laboró durante quince años en la Gerencia de Inventarios y no le fue nada mal. Se paseó por todos los departamentos relacionados: órdenes de compra, recepción de mercancía y pago-en-treinta días, como se jactaba vociferar la alta gerencia de la empresa.
Después que conoció todas las operaciones le fue muy fácil montar la tramoya financiera que tenía años pergeñando. Recibido lo adquirido, virtualmente de Inventario lo movía a un Proyecto de Ingeniería donde sabía que no se necesitaba, lo que le permitía fácilmente desviar el material a trasladar a un depósito especial y particular. Venderlo después a contratistas sería una tarea sencilla.
Una vez, cuando ya tenía un día oficial de vacaciones y ya años en la operación ilícita, tuvo que ir a la oficina para reubicar unas tuberías especiales ya comprometidas para un cliente, por supuesto la visita fue nocturna; y el vigilante de turno, extrañado, reportó la presencia a la gerencia de Protección Industrial, y la información llegó hasta el gerente y este, que era nuevo en su cargo y que traía la experiencia de quince años de trabajo en la PTJ, lo consideró muy sospechoso; la investigó y logró develar la marramucia. Como la empresa no quería lidiar con tribunales, lo despidió sin causa justificada y le pagó lo que la ley dictaba en esos casos.
Ya desempleado decidió incursionar en el mundo delictivo abiertamente, por supuesto, él solo planificaría los golpes, y de paso, trataría de involucrar personas de su entera confianza, así que buscaría solo familiares para evitarse traiciones.
Fue exitoso al principio. La banda estaba conformada por ocho miembros, de estos, dos programaban las actividades; los demás, una vez obtenida la mercancía, la enconchaban.
A pesar de los buenos resultados y de lo bueno de sus secuaces, siempre se preocupó de todos los detalles. Una vez llegó a su galpón y se consiguió con que tenían a su segundo inmovilizado por dos de sus compañeros. Le explicaron al oído la situación, mientras oía, su cara pasaba de morena a morena tenue y a rojo ligero y explotó.
–¡No joda!, Ramón, eres un hijo de puta, eres un vulgar ladrón, nosotros no somos de esos, somos de los de más clase, y la lealtad es una virtud entre nosotros. Te traje a ti y a María a este país, te puse como mi subalterno y resulta que has estado robándome.
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–Tú sabes –quiso defenderse Ramón– cómo es María, ella dice que yo soy un bolsa porque estoy debajo de ti, que me estás explotando, que me pagas muy poco.
–¿Ese era el problema? ¡Coño!, ¿por qué no hablaste conmigo? Sabes que yo no puedo permitir que uno de los míos me robe, si lo dejo pasar, me faltarán el respeto –sacó su revolver, lo puso en la sien de Ramón; el disparo retumbó en el galpón; se le acercó al oído y le susurró–, cuñado, la próxima vez no serán balas de salva.
Marcial Fonseca es ingeniero y escritor
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