Ingenuidades, política y no-política, por Rafael Uzcátegui
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Un fantasma recorre Venezuela: El fantasma de los acuerdos previos al 28-J. Dada la frustración por la no resolución de la crisis en el país, ha comenzado a emerger una matriz de opinión que reparte culpas en la falta de concreción de los objetivos democráticos. Una de las primeras es la supuesta falta de acuerdos políticos anteriores al día de la votación que impidieron el arribo de la transición. El argumento apunta en una dirección no sólo incorrecta sino inexistente.
Un sector de la oposición venezolana compró todos los números de la llamada «teoría de la transición democrática por negociación». Entre otras dimensiones, hablaban de los costos de salida, colocar en el centro de la disputa electoral a un candidato «potable», la necesidad de ofrecer los incentivos suficientes para que salir del poder fuera lo suficientemente deseable y atractivo para la coalición dominante. Incluso divulgaron una propuesta en la que se les ofrecía garantías de impunidad y no persecución. Se habló hasta de un cargo de senador vitalicio.
Con el fenómeno Trump la discusión sobre la democratización ha ganado espacio dentro del debate académico estadounidense. Dos profesores de Harvard, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, han escrito dos populares libros sobre el tema. El último, «La dictadura de la minoría. Cómo revertir la deriva autoritaria y forjar una democracia para todos» se inicia con un capítulo titulado «El miedo a perder». Allí recuerdan lo que parece un sobreentendido: «La democracia es un sistema en que los partidos pierden elecciones». Los autores postulan que naturalizar la derrota necesita de dos condiciones: La primera que los vencidos tengan posibilidades razonables de volver a ganar en un futuro. La segunda, que no exista la creencia que perder el poder no significará una catástrofe. «Es un miedo sobredimensionado a perder –nos dicen–, lo que hace que los partidos se revuelvan contra la democracia».
Este texto introductorio ahora revuelve en la cabeza de quienes buscan una explicación al desmadre posterior a las elecciones del 28 de julio y consideran que, en una postura pretendidamente salomónica, la oposición debe tener una cuota de responsabilidad en el desenlace. Recientemente se afirmó: «Ese proceso de negociación debió ocurrir antes de las elecciones y no ocurrió… Es muy ingenuo pensar que un proceso político lo resuelve sólo a través de un evento electoral. Necesitas toda una base de acuerdo social y político entre las fuerzas en conflicto para lograr mediar una solución democrática. Y eso de ninguna manera se llegó a dar en ninguna dirección. Y en definitiva eso cocinó la crisis que hoy estamos teniendo». A medida que los días continúen sin la resolución del antagonismo esta matriz de opinión será más visible y repetida por otros y otras.
Entonces, ¿la causa principal de nuestro trance actual es que no se zanjó, suficientemente, «el miedo sobredimensionado a perder» dentro del chavismo realmente existente? ¿Qué no se colocó, previamente sobre piedra «una base de acuerdo» que permitiera la salida democrática? ¿Estamos hablando de ingenuidad?
Un acuerdo, de la naturaleza que sea, es cumplido y respetado por las partes cuando comparten una forma de razonar que les es común, basada en la utilidad y conveniencia para ambos del contrato. En el campo político, con todo y la pulsión por tensar sus contornos, juegan quienes creen que su legitimidad está basada, finalmente, en el apoyo recibido de los demás. Cuando tu legitimidad se funda sobre otras razones, por ejemplo, el uso de la fuerza y la coerción, se pertenece a un campo de actuación diferente, que a falta de un término mejor denominaremos «no-político».
Entonces, en el mundo «no-político» del madurismo, perteneciente al arco lógico revolucionario, era imposible que antes del 28 de julio se firmara cualquier papel que reconociera la posibilidad, como un escenario plausible, de no contar con el apoyo mayoritario de la población. Y por tanto perder elecciones. Además, el propio «Acuerdo de Barbados» había llevado al chavismo a un callejón sin salida: realizar elecciones cuando las circunstancias no te favorecían. De ahí su insistencia por sustituirlo por un pacto redactado unilateralmente, el llamado «Acuerdo de Caracas». Ingenuo era pensar que la cúpula estaría dispuesta a firmar un nuevo pacto, cuyas variables no pudieran controlar completamente.
El certamen electoral era experimentado por el chavismo cupular, de nuevo, como una prueba de fidelidad ideológica. Por convicción, o porque estaban hipervigilados entre ellos antes del 28-J, ningún funcionario medio o importante levantaría el teléfono a emisarios ajenos a su zona de confort. El ejemplo de Tarek El Aissami estaba allí para quien pensara que era posible un futuro sin Maduro a la cabeza. Cualquier convenio para dejar el poder sería interpretado como una debilidad. O mucho peor: Como una traición. La idea de la revolución es absoluta.
Pensar que un movimiento «no-político» se iba a comportar como uno verdaderamente «político» fue la verdadera ingenuidad de la alternativa democrática. En nuestro mundo un margen de millones de votos crea por si sólo una realidad que, con tensiones, estimula que un sector interno de la coalición dominante la reconozca, por las razones que sea. En el mundo «político» los derrotados empiezan a trabajar por recuperar el apoyo perdido que les permita, eventualmente, recuperar el poder en un futuro. En nuestro caso lo dijeron cientos de veces: El chavismo no cree en la alternabilidad del poder. Por eso están más cerca del pensamiento milenarista de Abimael Guzmán, o el razonamiento hiperpragmático de Daniel Ortega, que de cualquier exponente actual de la izquierda democrática regional.
No seguir confundiendo peras con manzanas. Caracterizar correctamente a lo que nos enfrentamos es un primer paso para encontrar los caminos de salida. Hasta un personaje siniestro, como Augusto Pinochet, razonó políticamente cuando ante las presiones y evidencias del resultado en el plebiscito de 1988 no se aferró al poder.
Actores políticos de su gobierno contuvieron las pulsiones no-políticas, algo que no ocurrió entre nosotros. Hasta ahora todo el chavismo se está comportando no-políticamente. El «madurazo» acaba de implosionar el propio sentido de las elecciones como método, llevándonos al campo de juego de la fuerza, el único que les queda y dónde son reyes absolutos.
Ya que estamos, una última referencia al modelo chileno. Fátima Esther Martínez-Mejía y René Patricio Cardoso-Ruíz escribieron, en «La política de los acuerdos en la transición a la democracia en Chile» lo siguiente: «Las bases de la transición se pactaron a mediados de 1989 con la promulgación de la Ley n° 18.825. Con las negociaciones entre el gobierno de Pinochet, la derecha y la Concertación se aprobaron cincuentaicuatro reformas constitucionales enmarcadas a favor del mantenimiento de la estabilidad institucional, gobernabilidad y el modelo de desarrollo económico neoliberal, lo que significó una gradual, lenta y selectiva transformación del sistema político». Leyó usted bien, en 1989. Después de las votaciones, luego del resultado sobrevenido. No antes.
El argumento del «acuerdo previo» tiene aparejado otro: El de la candidatura «potable». Si hoy no tuviéramos el margen de diferencia que se alcanzó, precisamente porque se impuso la opción que generaba más entusiasmo y esperanza en la gente, no hubiera acta que valiera para demostrar la negación de la voluntad popular.
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Finalmente, una profecía nada ingenua. Posicionar que la alternativa democrática tiene el 50% de responsabilidad en el descalabro permitirá las condiciones necesarias para reiniciar los acercamientos con el Palacio de Miraflores. La normalización está, por ahora agazapada, esperando su momento.
Rafael Uzcátegui es Sociólogo y Codirector de Laboratorio de Paz. Actualmente vinculado a Gobierno y Análisis Político (GAPAC) dentro de la línea de investigación «Activismo versus cooperación autoritaria en espacios cívicos restringidos»
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