Inspiración para Nicolás, por José Domingo Blanco
Autor: José Domingo Blanco | @mingo_1
Cuando en un país, las instituciones son independientes y fieles a los principios para los cuales fueron creadas, las cosas funcionan. Cuando en un país, los magistrados y congresistas cumplen a cabalidad con las funciones de sus cargos y no con las órdenes del mandatario de turno, las cosas funcionan. Cuando en un gobierno, el congreso vela por los intereses de los ciudadanos, la contraloría exige transparencia en la ejecución de los presupuestos y la fiscalía castiga a los que disfrutan desviando los recursos de la nación hacia sus cuentas personales, eso es un modelo exitoso. Cuando un presidente que se ve involucrado en escándalos de corrupción, renuncia, eso es “el deber ser”. Cuando un hombre, ocupando la cúspide del poder, antepone su moral y se aparta del cargo para evitar la inestabilidad política de una nación, eso es gallardía. Y no muchos, tienen las agallas para realizar un acto como ese.
Por el contrario, nuestro continente está plagado de historias de caudillos enfocados en lograr que su permanencia en el poder sea vitalicia. Caudillos de este siglo, con sueños trasnochados y ansias de reflotar modelos fracasados, que mantienen secuestrados los países que gobiernan, movidos por sus egos y ambiciones personales. Latinoamérica, la del siglo pasado y este, está plagada de mandatarios que no han terminado de ganarse la banda presidencial, cuando ya están pensando en cómo abolir la Constitución, darle un golpe de Estado al Congreso y gobernar con plenos poderes otorgados por los serviles ambiciosos que nunca faltan. Latinoamérica está infectada de caudillos febriles que se creen neolibertadores de unas naciones que, más que liberadas, aspiran ser gobernadas con equilibrio y justicia, con garantía y respeto a la vida de sus ciudadanos, con crecimiento económico, con oportunidades, desarrollo y calidad.
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Cuando me enteré que el presidente peruano, Pedro Pablo Kuczynski, había renunciado, y escuché las razones de su dimisión, pensé en Nicolás. Lamenté que la noticia no tuviera como protagonista al culpable de la destrucción de nuestro país. Deploré que eso estuviese ocurriendo en Perú y no en Venezuela donde, desde hace algunos años, hemos apelado a todas las opciones constitucionales para extirpar este cáncer llamado chavismo/madurismo, y que ha sido el causante de la crisis más profunda y cruenta que haya tenido nuestra nación. Me vinieron a la memoria los cientos de casos de corrupción, estafas, desvío de recursos que han ocurrido en los últimos veinte años –que yo mismo he denunciado, junto con otros colegas, con pruebas, entregadas en las instituciones correspondientes- y con culpables abiertamente identificados –algunos prófugos; otros, olvidados; caídos en desgracia o, en el peor de los casos, aún gobernando al lado de Nicolás.
Pero, también pensé en el aplomo que se requiere para tomar una decisión como la que tomó Kuczynski. Insisto, no todos tienen esas agallas para soltar el poder que, en la mayoría de los casos –y sólo, salvo contadas excepciones de comprobada honradez– reporta “enormes beneficios”. Y son, precisamente, esos enormes beneficios los que envician a quienes desesperadamente buscan las justificaciones para mantener el control de un país, de sus ciudadanos y sus recursos “a como dé lugar”.
Mientras escuchaba a Kucsynski, imaginé que era Nicolás quien se dirigía a nuestra nación. Que era Maduro el que nos hablaba para darnos la excelente noticia –sí, esa sería una excelente noticia- de que renunciaba al cargo al que fue ilegítimamente designado. Pero que, además, antes, en un acto de arrepentimiento y compasión, ponía a la orden de la Interpol o el FBI, a cada uno de los funcionarios que le acompañaron –a él y a Chávez-, durante estos 20 años, e hicieron de Venezuela su caja chica. Que él, y no el Fiscal Poeta de la Revolución, antes de renunciar, destapaba las ollas podridas de corrupción y guisos que han caracterizado las dos últimas décadas. Que, antes de ponerse a la orden de las nuevas autoridades judiciales del obligatorio período de transición y de la Asamblea Nacional –por la que sí votamos– señalaba a cada uno de los corruptos del régimen, responsables de la quiebra del país: una delación de la que no se salvaría nadie. Ni su amada Cilia.
Pero, fue Kucsynski el que renunció. Y todos los venezolanos aspiramos que el gesto del mandatario peruano, sirva de inspiración a Nicolás
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