Instinto aviar, por Marcial Fonseca

El cielo estaba poblado de diversas aves y en todas direcciones; las pequeñas simplemente cazando ratones de campo; las medianas, lagartijas, matos o tuqueques en los techos de las viviendas; las más grandes, iban detrás de los conejos y si la cacería estaba difícil para estas, cualquier pájaro que fuera fácil de atrapar y, de paso, esto no era fácil ya que se necesitaba que en la bajada en picada fuera una de las habilidades del depredador.
Para muchas pájaros, la superficie terrestre era su dispensador estacional de frutas; y a ellos se les veía comiéndoselas directamente de los árboles y a veces del suelo, si ya se habían desprendido. Había muchos otro pájaros que simplemente estaban ocupados en seleccionar, desde las alturas, el mejor árbol para construir sus nidos; esta labor era exclusiva de los machos que pronto procrearían.
Llegó la noche, algunos buscaron sus ramas, otros sus nidos.
Nuevo día; y muy pronto lleno de actividad. Para el mediodía, la mayoría de las aves descansaban o se alimentaban.
La señora Zamura le dio permiso a su hijo para que fuera a jugar con el hijo de la joven Quetzal mientras ella se iba a buscar charamizas para fortalecer su nido; terminada esta labor, la madre regresó a su hogar; depositó el material de construcción y bajo a tierra.
Un águila arpía, de las pocas que quedan, estaba volando en círculo en el campo que era limitado por los lados este y oeste por dos bosques, por los norte y sur por dos pequeñas poblaciones, con un pequeño lago en el centro; luego empezó a descender, se posó en el suelo y se acercó a la señora Zamura.
–¿Qué buscas? –preguntó esta.
–¿La verdad?; bueno, no lo vas a creer, necesito algo de comer; me ha sido muy difícil atrapar ratones, y conejos, ni se diga. Y por lo débil que estoy, creo que no pueda volar y atrapar algún bocado en el aire.
–Mira –dijo con cara de desgraciada mamá Zamura–, por allá –y le señaló un sendero a menos de ochenta metros– está mi capullito jugando el escondite con el crío de la Quetzal, anda y cómetelo; no a mi pequeño, al crío.
–Muchas gracias, señora Zamura, eres una buena amiga; ya voy a comérmelo –y se dispuso a tomar vuelo cuando tuvo una duda–, ¿y cómo sé cuál es tu hijo?; yo no quiero confundirme.
–Eso es fácil. De cajón, el mío es el más bonito de los dos; tú, zámpate el otro.
–Claro, pendejo que soy –respondió el águila y salió volando en busca de su presa. Y se engulló al Zamurito.
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Marcial Fonseca es ingeniero y escritor
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