Inteligencia artificial vs la romana vieja, por Tulio Ramírez
Twitter: @tulioramirezc
En el mundo se están debatiendo las consecuencias del avance vertiginoso de la llamada inteligencia artificial (IA). Según lo que he leído, la cosa va más allá de predecir con exactitud nuestros gustos y hábitos de consumo según el patrón de nuestras compras por internet, las películas que vemos por el cable o los delivery que hacemos una vez al mes.
Al parecer, ya no solo se trata de atosigarte con propagandas de zapatos deportivos por los dos pares de guachicones que compraste por Amazon, o de meterte por los ojos cuanta película japonesa exista, porque un día se te ocurrió acompañar a tu nieto para ver por la ventana de Netflix que tienes alquilada por tres dólares al mes, una serie de cuatro capítulos llamada La venganza de Yosikomo Ayakita.
Lo cierto es que, por lo que se lee, la cosa va más allá de una estrategia de marketing. Por algo la inversión en esa área supera con creces a la que se realiza en los países del tercer mundo para el desarrollo de la inteligencia natural. En nuestros países, los presupuestos para escuelas, alimentación y transporte escolar, formación de buenos docentes y salarios dignos para los maestros, no supera ni en una cuarta parte lo que las grandes empresas de la robótica, la mecatrónica y la biotecnología invierten en sus investigaciones.
Por estos días se hizo pública una carta firmada por más de mil expertos, pidiendo, por caridad, la suspensión por seis meses de las investigaciones en inteligencia artificial. Aún no entiendo lo de la carta. Deben explicarme si parando por seis meses se va a evitar que dentro de otros seis se emparejen, e inclusive superen, lo que se tenía previsto producir durante los meses del paro. Es como pedirle a mi compadre Güicho que deje de beber una semana con la esperanza de que con ese descanso comenzará a tomar más conciencia que ron.
Para otro sector, más dado a la teoría de la conspiración, hay que detener la investigación en inteligencia artificial porque acabará desarrollándose una suerte de transhúmanos (mitad humanos y mitad robots) que gobernarán al mundo, sometiendo a los mortales a una servidumbre generalizada por tiempo indefinido. Socialismo del siglo XXI a nivel mundial, pues.
Ni hablar de las consecuencias para el mundo del trabajo. Se prevé que más de 300 millones de trabajadores perderán sus puestos ya que serán sustituidos por tecnologías capaces de hacer el mismo trabajo sin exigir mejoras salariales ni faltar el lunes después de Semana Santa.
Por otro lado, el debate llegó a las universidades. Ahora el problema no es el caduco «copia y pega»; lo que está dando la hora es el Chat GTP. Los estudiantes pueden darle la orden a su computadora para que haga una monografía sobre «la influencia del chivirico en la producción de ondas betas en colimodios de alto espectro» y ¡zuas!, el trabajo de 15 páginas listo en cinco minutos; además, inédito y resistente a los antiplagios.
El profesor español Rafael Luque, de la universidad de Córdoba, suspendido de su cargo por jugar doble play produciendo artículos científicos por encargo y cobrando por ello en más de cinco universidades —a pesar de ser a dedicación exclusiva en la suya—, acaba de confesar que buena parte de los 150 artículos que producía por año eran hechos a través de Chat GTP, o sea.
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El asunto, entonces, además de las consecuencias que tiene en la inducción del consumo o en la conformación de un nuevo orden mundial dominado por máquinas, también tiene un trasfondo ético que debe llamar a la reflexión, sobre todo en el ámbito académico. ¿Cómo estar seguro de que el libro, el artículo, la monografía o el ensayo elaborado por algún profesor o estudiante son de su autoría y no sacados del sombrero de Chat GTP?
De continuar las cosas como van, se tendrán que sustituir a los profesores por prototipos parecidos a Terminator (pero con toga y birrete), diseñados para perseguir humanos que pretendan hacer fraude académico.
Por otra parte, imagino que los trabajos de ascenso y tesis de postgrado serán evaluados por máquinas tipo Smarmatic (pero un poco más inteligentes) para saber si en los lugares más recónditos de la red se esconde una combinación de algoritmos con el contenido de dichos trabajos.
Conversando sobre este tema con un apreciado profesor ya jubilado, pero todavía dando clases, me comentaba: «Por lo pronto, y antes de que me alcance el futuro, creo que recurriré a la vieja estrategia. Diré a mis estudiantes que los ensayos los harán en clase. Deben llevar una maquinita de escribir Olympia u Olivetti. Les permitiré traer Tipex líquido o en cintas para corregir, fichas con sus apuntes y hasta papel carbón por si quieren imprimir más de una copia». Sólo atiné a responderle: «Que la fuerza le acompañe, querido profesor, lo más seguro es que ninguno de sus estudiantes entienda esas instrucciones».
Tulio Ramírez es abogado, sociólogo y Doctor en Educación. Director del Doctorado en Educación UCAB. Profesor en UCAB, UCV y UPEL.
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