Interrogantes de la transición cubana, por Carlos M. Rodríguez Arechavaleta
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Es una evidencia irrefutable la entropía, el caos y la persistente crisis en Cuba. Ni las narrativas más sofisticadas de la posverdad logran dibujarnos una Cuba próspera, empoderada y convencida de su bienestar futuro. La Cuba que percibimos suele ser trágicamente desgarradora y contrasta con el triunfalismo de las narrativas oficiales. Esta asimetría entre realidad, discurso(s) oficial(es) y múltiples expresiones académicas o basadas en opiniones pueden darnos pistas para reflexionar sobre qué tan probable es un cambio político por medio de la transición o, en su defecto, las razones de la persistencia del régimen actual.
Cuba parece ser la excepción de los casos de regímenes no democráticos, ya sean autoritarismos diversos o totalitarismos. A pesar de sus vínculos económicos y políticos con la antigua URSS y el campo socialista, sobrevivió a su caída. Fue capaz, además, de transferir de forma ordenada el liderazgo carismático histórico y garantizar la continuidad del régimen.
Además, el régimen ha tenido capacidad para reintegrarse a coaliciones estratégicas regionales (Venezuela, Ecuador, Brasil, Argentina) durante las «olas de Gobiernos de izquierda», de negociar coyunturalmente con potencias internacionales (EE. UU.), de proyectarse como un destino para inversiones sectoriales (turismo para España, Canadá, Italia, etc.) o sobrevivir por más de seis décadas a medidas de embargo económico.
La sumatoria de estos factores constituye el núcleo duro de una narrativa que resalta la legitimidad, legalidad y capacidad del régimen para defender un proyecto de soberanía nacional y su profundo antimperialismo selectivo. Esta narrativa, con una clara orientación continuista, se observa en las élites políticas, su diplomacia, y en sectores académicos internos y externos.
Esta perspectiva oficial señala cualquier contradicción interna como una derivación de la agresividad del «bloqueo» norteamericano y asume el cambio como reforma controlada; por supuesto, por la dirección del Partido Comunista de Cuba (PCC) y el Gobierno. Cualquier otro cambio será visto como una amenaza a la soberanía nacional. Ahí encontraremos la aversión oficial al término «transición», entendido como «proyecto político contrarrevolucionario pro-EEUU».
La transición política es una categoría analítica, no ideológica, que se refiere a un cambio de régimen político. Y su núcleo duro es la conformación de actores con perspectivas diversas y proyectos creíbles para negociar y causar un cambio en la estrategia de los demás actores en condiciones contingentes y de mucha incertidumbre.
En síntesis, ningún actor independiente sería capaz de garantizar un cambio político, por lo que entraría en juego su capacidad para establecer alianzas estratégicas con otro actor externo para fortalecer su estrategia de negociación. En la tercera ola democratizadora, las diferencias de poder entre reformistas del Gobierno y moderados de la oposición fueron determinantes.
Otros estudios han interpretado la transición política, de cualquier signo, como una dinámica de acción y reacción entre las élites del régimen y la sociedad civil. La movilización popular desempeña un papel importante, pues puede marcar el ritmo de la transformación al obligar al régimen a optar entre alternativas: represión, integración o la transferencia de poder.
La transición política presupone ciertas condiciones estructurales, contextuales, históricas y de elección estratégica de actores interesados en el cambio político. El tipo de régimen y su marco institucional puede explicar la homogeneidad en el interior de la élite política y la autonomía de la emergente sociedad civil cubana. En este sentido, la matriz totalitaria del régimen difiere de los autoritarismos burocráticos-autoritarios de pluralidad limitada de los modelos clásicos, pues ha garantizado la cohesión y la rotación de lealtades de la élite política.
Tanto en lo institucional como en lo ideológico, la unidad ha sido el núcleo articulador de la gobernanza y la legitimidad del régimen. El PCC se antepone a las estructuras de Estado y gobierno, y su buró político, como órgano de vigilancia y control, y las reglas electorales han garantizado el consenso y la rotación de lealtades dentro de la élite.
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Este control se extiende al órgano legislativo, pervirtiendo sus funciones deliberativas en acciones de ratificación de decretos de una cúpula cada vez más invisible. Los órganos supremos del Estado (el Consejo de Estado) y el Gobierno (Consejo de Ministros) rinden cuenta al presidente, quien, fiel a la vocación personalista del régimen, es el dirigente supremo del partido único (PCC).
La unidad estructural y narrativa del régimen deja poco espacio al disenso, a la reflexión crítica y a la discusión de opciones intraélite, condición necesaria para el surgimiento de fracturas y de un sector reformista alternativo. Ha predominado en el cálculo de las élites la estabilidad continuista para mantenerse en el poder y conservar sus privilegios.
Para el régimen, la sociedad civil «institucionalizada» son las «organizaciones sociales y de masas», debido a su visión conductista y mecanicista de lo social. La sociedad será, entonces, una «masa» amorfa incapaz de autonomía reflexiva, por lo que debe ser dirigida. Así, el uso frecuente de mecanismos complementarios de democracia directa como la consulta popular, el referéndum y el plebiscito constituyen procesos de participación popular con incidencia inducida.
Superar este control de décadas del Gobierno hacia cualquier forma de autonomía cívica es uno de los retos más importantes de la emergente sociedad civil que debe afrontar registros, monitoreo, sanciones, prohibiciones e incluso criminalización y represión.
En los últimos años se percibe un creciente activismo en sectores de la sociedad civil sobre un abanico de temas y cuyos posicionamientos rebasan los clásicos clivajes izquierda-derecha o Gobierno-oposición. No obstante, estas restricciones limitan la capacidad de interacción, lo que genera fragmentación en las acciones colectivas.
Estas limitaciones afectan a los grupos de la oposición con posicionamientos que van desde propuestas moderadas hasta radicales intervenciones militares de potencias extranjeras o potenciar estallidos de rebeldía interna antigubernamental. Es difícil visualizar la capacidad de estos actores para negociar en un escenario de transición. Pero el pacto entre reformistas de la élite y moderados de la oposición debe ser la estrategia predominante. Las opciones radicales nunca han garantizado una transición política exitosa a la democracia.
Durante el último año las circunstancias internas se han complicado para el Gobierno. Los nefastos efectos de la pandemia de la covid-19 o el dengue han afectado al turismo. El desabastecimiento de alimentos y productos de primera necesidad, la crisis energética, la galopante inflación y la pésima calidad de los servicios médicos han impulsado expresiones diversas de disenso.
En este sentido, el carácter masivo, espontáneo, transversal y politizado de las manifestaciones populares del 11 de julio de 2021 demuestran que el malestar de la población puede desatar disensos con resultados inciertos. La respuesta represiva del régimen descarta negociar reformas liberalizadoras. Su estrategia predominante será la continuidad basada en el adoctrinamiento sistemático, la cooptación manipulativa, la «salida» de sectores disidentes y la represión de cualquier sujeto que amenace la estabilidad y continuidad del régimen.
En la historia política de Cuba como república han predominado los cambios de régimen por rupturas violentas, ya sea en versiones de golpe de Estado (1952) o por revoluciones (1933, 1959) sobre los pactos (1939), y la única experiencia de democracia se reduce a 12 años (1940-1952). La mayoría de estas experiencias, sin embargo, han sido silenciadas, tergiversadas y manipuladas por la propaganda ideológica del Gobierno, que las desecha como base de un aprendizaje político para las nuevas generaciones.
El gran reto de la transición cubana hoy es desmitificar y revalorizar el núcleo central del mito revolucionario: la unidad (totalitaria), y asumir como condición de soberanía republicana las nociones de pluralidad, deliberación, tolerancia e inclusión.
Carlos M. Rodríguez Arechavaleta es profesor e investigador de la Universidad Iberoamericana (Ciudad de México). Doctor en Ciencia Política, por FLACSO-México. Especializado en historia institucional republicana de Cuba, transición política y democratización.
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