¿Justicia en Venezuela?, por Esperanza Hermida
Twitter: @espehermida
Mientras el impacto de la rueda de prensa del fiscal general de la república recorre casi todos los rincones de la izquierda, la derecha y el centro del país político, la Venezuela cotidiana constata la falta de instituciones sólidas, vive la desconfianza, el miedo y el hastío ante la brutal corrupción que infesta todo. Lamentablemente, al caso de Carlos Lanz se suma un mar de ejemplos de detenciones arbitrarias, desapariciones, secuestros, torturas y muertes, donde una línea imperceptible separa al delito de la violación de derechos humanos: la complicidad del estado.
La represión a la disidencia política, así como la criminalización a la protesta social, se han convertido en prácticas sistemáticas del estado en Venezuela. Unidas a la descalificación y al desprecio, que manifiestan las autoridades públicas ante la exigencia de reivindicaciones e incluso, frente a la defensa de los derechos establecidos en la constitución, se trata de patrones de comportamiento que han adquirido la connotación de históricos, cara al reclamo popular. Lo fue en el siglo XX y lo es en lo que va del siglo XXI.
En Venezuela se ha normalizado la irregularidad, lo arbitrario y la perversión de la corrupción, tornando casi que en ridículas las demandas de trato digno, humano, eficacia y calidad, por parte de cualquier persona ante la función pública. No hay hueso sano en materia de violencia institucional, y esa realidad sitúa al país en los últimos lugares, a nivel mundial, cuando de acceso al disfrute de derechos se trata.
Peor aún es cuando los derechos sociales están tan cercanos al ejercicio de los derechos civiles y políticos. Tal es el caso del trabajador de Ferrominera del Orinoco, Rodney Álvarez, acusado injustamente, porque jamás hubo pruebas, de un crimen que en realidad cometió un militante del PSUV. Álvarez estuvo detenido arbitrariamente durante 11 años y fue absuelto por un tribunal hace un par de meses, sin que al momento de escribir estas líneas, se conozca la decisión de la empresa estatal respecto a su reincorporación al puesto de trabajo que tenía cuando arbitrariamente le privó el estado de su libertad personal. Tampoco se conoce si el estado lo indemnizará por la cadena de irregularidades que cometieron diversas autoridades judiciales, haciendo injustamente largo e ilegal su encarcelamiento.
Durante esos 11 años crecieron sus hijos, Rodney perdió parte de su movilidad física y vivió el horror que significa ser un preso común en Venezuela. También está el caso del encarcelamiento de Rubén González, emblemático líder sindical de la misma empresa de Guayana, varias veces agredido por la institucionalidad judicial venezolana, por defender los derechos colectivos laborales.
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En este sentido, la libertad sindical es un concepto absolutamente vacío de contenido para el gobierno venezolano. Los sindicatos hacen asambleas para tomar decisiones y esas reuniones frecuentemente son asaltadas por las bandas armadas del oficialismo, produciéndose hechos como el ocurrido en Ferrominera del Orinoco, con el saldo de un trabajador asesinado en junio de 2011, quien fue víctima, como se ha reiterado y denunciado, de la violencia política investigada por el PSUV, para luego pretenderse desde la institucionalidad judicial, incriminar a Rodney Álvarez.
Por ello, entre muchos ejemplos que forman parte de un capítulo triste de la historia contemporánea del país, la clase trabajadora es uno de los sectores sociales que más conoce la ausencia de justicia en Venezuela.
Para nadie es un secreto que por miles se cuentan los ciudadanos y ciudadanas que sufrieron en el pasado reciente vejaciones y fueron víctima de maltratos y diversas formas de tortura, como práctica sistemática, realizada de manera probada y comprobada por parte de los cuerpos de seguridad del estado venezolano, con motivo de ejercer el derecho a la manifestación y a la libertad de expresión. Para provocar y justificar la dilación procesal en las múltiples situaciones de detención arbitraria en este contexto de crispación política, se utilizan fríamente las omisiones y demoras de la fiscalía y de la defensoría del pueblo.
Junto con los tribunales, tanto el ministerio público como la defensoría, son entes que dan la espalda a su razón de ser constitucional. En la actualidad, por motivos políticos, más de 100 personas se encuentran detenidas arbitrariamente. Muchas de ellas, con problemas de salud. La mayoría tiene la característica de oponerse a las ejecutorias del gobierno, bien sea desde la izquierda, la derecha o el centro.
Ahora bien, el relato de esta tercera rueda de prensa del fiscal general sobre el caso de Lanz, es escalofriante. No porque se trate de autoridades públicas del Inces, involucradas en un crimen que se presenta como delito común, cometido con saña y alevosía. Ni porque la presunta autoría intelectual y material de su ausencia física pueda encontrarse entre su familia y entorno personal más cercano. Sino porque la víctima poseía una trayectoria política que le había hecho ganar el respeto y admiración de la izquierda venezolana e incluso, el reconocimiento de sus adversarios ideológicos, porque formó parte de altos niveles del gobierno de Chávez, fue mentor de la legislación y de varios programas educativos y agrícolas, y fundamentalmente, porque el mismo fiscal general y miembros destacados del tren ministerial de Maduro, denuncian que el forjamiento de la desaparición forzada de Carlos Lanz tenía el objetivo de dañar la imagen gubernamental.
Como ingrediente de esta trama digna de un triller, y no se trata de un detalle que se pueda soslayar fácilmente, pues no es de menor monta, en redes sociales como Twitter se publicó que Carlos Lanz se enfrentaría a la corrupción como flagelo de la revolución.
El desprestigio de la institución judicial en Venezuela es de tal magnitud que poca credibilidad merece lo que ha expuesto el vocero principal del ministerio público, a pesar de lo extenso de su rueda de prensa, los detalles macabros que –quizás innecesariamente- expuso de forma pública, la reproducción de un video contentivo de la confesión, aparentemente voluntaria y apacible de uno de los presuntos autores y la exposición de una serie de pruebas que deben configurar el expediente penal del caso.
Una de las variadas razones que convierten a estas revelaciones del fiscal general de la república en un desafío para la inteligencia de cualquiera y en especial, para la teoría revolucionaria de la izquierda en Venezuela, es el funcionamiento del poder del estado, cuando está profundamente penetrado por la corrupción.
Y, en el caso de sus seres queridos, es un reto para el dolor humano la ausencia misma de Carlos Lanz, sobre todo de esta manera. Su voz, si se escuchara, seguramente clamaría justicia. Tal vez esa sea, paradójicamente, una de las principales denuncias que hace esta ausencia de Carlos Lanz: ¡La falta de justicia en el país!
Esperanza Hermida es activista de DDHH, clasista, profesora y sociosanitaria
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