La alegría de los hombres, por Gustavo J. Villasmil Prieto
Twitter: @Gvillasmil99
“Jesu, joy of man’s desiring,
Holy wisdom, love most bright;
Drawn by Thee, our souls aspiring
Soar to uncreated light”
Jesu, Joy of Man’s Desiring»
Martin Janus (letra), Johan S. Bach (música), 1723
Navidad es tiempo de un regocijo distinto al de cualquier otra época del calendario. La cercanía del fin del año – sobre todo de uno tan difícil como este– unida a la expectativa angustiosa por el que está por venir y al recuerdo de los que no se congregarán a cenar con nosotros alrededor de la mesa de casa, harán de esta Navidad nuestra otra más marcada por la nostalgia; nostalgia de tiempos más dichosos en los que la Venezuela hiperfeliz que éramos derrochaba abundancia por estos días, despreocupada de un porvenir que siempre creyó tener asegurado.
Tiempos en los que no había casa venezolana cuyas puertas no se abrieran de par en par al golpe del “tun-tun” de los parranderos – tan distinto al de la policía política de hoy – y que cuatro, tambor, maracas y furruco en mano protagonizaban una invasión de alegría celebrada con los ponches de las abuelas y las hallacas de las madres cuyos hijos las publicitaban como las mejores del mundo.
Navidad venezolana, en la que para todo emigrante recién llegado había un sitio en la mesa y un presente debajo del arbolito; época mágica en la que cada quien lucía su mejor estreno, pintaba las paredes de la casa con cargo a las utilidades del año y se aseguraba tener preparado el “tradicional aguinaldo” para los operarios del aseo urbano y el cartero, así como el regalito para el “amigo secreto” de la oficina.
*Lea también: El abandono del IVIC, por Gioconda Cunto de San Blas
De todo aquello nada queda y precisamente de allí la necesidad que hoy tenemos de hacer una reflexión sobre lo que por muchos años fuera la típica Navidad venezolana, en la que por sobre la entrañable celebración doméstica en barriadas y pueblos terminaron imponiéndose las megafiestas en clubes sociales y hoteles de cinco estrellas, la locura de viajeros volando a buscar inviernos en el exterior y el consumismo más obsceno desatado en nombre de una felicidad pagada con dinero.
Bien que nos lo dijo, criticando la profusión de tarjetas de “Christmas Greetings” que circulaban entonces por toda Caracas, el gran Mario Briceño Iragorry. Advertíamos el gran intelectual trujillano, por allá por los lejanos años 40 del siglo pasado, sobre la rápida e irreflexiva adopción en Venezuela de simbologías y rituales totalmente ajenos a nuestra tradición hispanocatólica que fueron vaciando con el tiempo a la Navidad venezolana de su contenido más esencial: el de la celebración del misterio entrañado en el nacimiento de un niño de la estirpe de David, allá en Belén de Judá, en plena dominación romana hace más de dos mil años; el de la llegada del mesías que anunciara Isaías siglos antes y en quien nosotros reconocemos al salvador del mundo.
El sentido simple y profundo de la escena del pesebre fue quedando atrás, oculto entre lucecitas y petardos traídos de la China, pretendidos «espíritus navideños» representados en duendes y gnomos nórdicos, coníferas del Canadá y maltas importadas de la lejana Escocia, hasta hacer que la parranda de aguinaldos que celebraban al Niño Dios terminara cediendo su sitial ante las hazañas de «negritos fulleros» y «marías la boyera» que en nada evocan el portento que significa la venida de Dios al mundo y su definitiva inserción en nuestra historia.
En Venezuela la Navidad era fiesta y, como toda fiesta, había que pagarla. La abundancia de petrodólares fue durante muchos años suficiente garantía para ello. Pero toda vez agotada la cuenta, la fiesta terminó porque sin plata no hay «show» y la plata se acabó. O se la robaron, que es lo mismo.
Los hijos tuvieron que marcharse cada vez más lejos a ganarse el pan en sociedades con frecuencia hostiles en las que nadie les abre la puerta ni mucho menos les sientan a cenar en su mesa por Navidad, como tantas veces lo hicimos con quienes tocaron con hambre a la nuestra en otros tiempos. Padres y abuelos quedaron atrás, solos, en el mejor de los casos obligados a conformarse con una videoconferencia o un mensaje vía WhatsApp. Nada de vinos de reserva ni de escoceses «mayores de edad», porque en la Venezuela pobre nueve de cada diez hogares a duras penas ingresan lo mínimo indispensable para malcomer.
Con la excepción de los grandes salones –esos auténticos templos de la “conexión” y del “enchufe” venezolanos– la Navidad será necesariamente modesta y hasta triste en la mayor parte de nuestros hogares. Quizás sea la forzosa simplicidad impuesta por la crisis en una fecha tan marcada en el alma venezolana lo que haga propicia la reflexión que aquí está faltando desde hace mucho tiempo y que nos reconcilie con el sentido más profundo y esencial de lo que la Navidad realmente significa tras décadas de frivolidad encumbrada, de materialismo y de mentiras regadas con el más caro champán: ni más ni menos que el Verbo se hiciera carne –como nos dice Juan– y que viniera a habitar entre nosotros.
En Venezuela el dinero es el mismo, solo que ha vuelto a cambiar de manos. Lo mismo ocurrió con el gomecismo, el perezjimenismo y la «cuarta». Nuevos ricos, antes calificados de «percusios» y «recién vestidos» se confunden hoy en asombrosa fraternidad con los de viejo cuño en esos exclusivos clubes y «yards» que antes les estuvieron vedados. Porque la plata en la mano es capaz de esos y de otros prodigios.
Mirando desde afuera, mantenido a raya por malencarados porteros, quedó el venezolano «de a pie», el «Panchito Mandefuá» de la revolución, que busca con una receta médica escrita en papel sucio el antibiótico o el catéter que el padre, cónyuge o hijo está requiriendo con urgencia en cualquier hospital público. Porque a él le ofrecieron «cambio» y «revolución», no entrada a la fiesta del poder en Venezuela a cuyas grandes ocasiones se accede solo por invitación y previo «répondez si’l vous plait» por aquello de la reserva del «derecho de admisión».
No es en arsenales ni en grandes corporaciones, en bancos centrales ni en laboratorios científicos en los que se ha de fundar la única posibilidad de redención del hombre sino en la vivencia del misterio de la Natividad representado en la escena de Belén.
Bueno sea recordarlo en un país envilecido por la nueva “pax bodegónica” que un año más se sentará a la mesa navideña alrededor del más pobre de los panes y en medio de congojas que solo en el Señor conseguirán consuelo. ¡Cuánto hemos tardado en comprenderlo!
Nos esperan tiempos aún más difíciles. Pidamos al Cielo, aun en medio de la mayor de las modestias, que la estrella que brilló sobre el portal de Belén nos ilumine en nuestra realidad más concreta. Porque es en Jesús en quien reside la esperanza y la alegría de los hombres. En medio del cansancio de los duros días de hospital, mientras me consuelo escuchando el hermosísimo arreglo que de la antigua cantata de Bach han hecho para Sissel Kyrkjebø, digo que creo firmemente en ello.
Deseo una feliz y serena Navidad a mis lectores, a quienes una vez más les quedo inmensamente agradecido. Volvemos en enero.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo