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La batalla cultural, por Fernando Rodríguez



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Fernando Rodríguez | noviembre 11, 2018

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Hablando con un amigo cineasta, de prolongada y más de una vez premiada obra, llegamos a la convicción de que el cine nacional estaba en coma y que no había posibilidad alguna de reactivarlo hasta que no hubiese otro país como el que aspiramos que habrá de venir, no sabemos ni cuándo ni cómo. Basta una simple ojeada a las cifras de taquilla para caer en cuenta de que no hay ya sino residuos de lo que otrora fuese una actividad, ciertamente limitada en calidad y cantidad, pero capaz de arrastrar un gentío de vez en cuando o ganar premios en respetables festivales de primera. Una vida pues, con sus altas y bajas, y las tesoneras aspiraciones a que cada día fuese mejor. Medio siglo de luchas intensas había costado ponerle pantalones largos.

Películas que el entrenado ojo del amigo aseguraba que hasta hace un quinquenio podían aspirar a centenares de miles de espectadores apenas logran hoy un par de decenas de miles, las más afortunadas. Las razones no hay que ser muy erudito para detectarlas: la gente no sale de noche; los salarios dan solo para las necesidades más básicas (salvo, por supuesto, las minorías de ricos tradicionales y, sobre todo, chavistas premiados por la revolución); las posibilidades promocionales son mínimas por la debacle inducida, la “hegemonía”, de los medios; y, por lo general, el espíritu nacional debe estar muy engripado para andar paseando por ahí. Y usted sabe que el cine es un arte costoso.

Ya todos hemos constatado como se ha contraído el mundo de las librerías. Las cadenas y las más selectas, todas, salvo las de algunos guerreros insólitos como Garcilaso, Katina y pocos más. El libro importado cuesta dólares y nosotros vivimos en bolívares. Y las editoriales nacionales, las que quedan, apenas alcanzan a sacar un título muy de mes en mes, con materiales igualmente dolarizados. De manera que no hay que vender y tampoco con que comprar. Es más no ha mucho los pasillos de las facultades universitarias estaban llenas de fotocopiadores que permitían al estudiante pobre un sustituto pobre del libro impreso. Hoy la fotocopia es un verdadero lujo; y seguramente será más cara la reproducción que el ya inaccesible libro. Queda Internet, si acaso, para no asfixiarse. Se habla de un 80% de reducción en la venta de libros no escolares,

Solo quería dar muy a vuelo de pájaro un par de ejemplo de lo que estamos viviendo en la esfera educativa y cultural, en sus sustratos materiales más básicos.

Cosas muy similares hay que decir de la investigación científica, los museos, las universidades, las bibliotecas públicas y pare de contar. Se necesitaría un tratado para reseñar semejante crimen con alguna exhaustividad.

Pero, a pesar de todo, no hay que cejar un instante en mantener lo que se pueda mantener. Y, paradoja de paradojas, de estos momentos tenebrosos de la historia han surgido productos inefables del espíritu. A veces lo que no podemos hacer en la realidad tenemos que hacerlo en el alma, para no sucumbir. Y seguramente algún joven está escribiendo en su soledad y su penuria versos tan hermosos como los de Montejo o Cadenas. Y, por último, es inevitable que el venezolano de mañana tenga en su memoria y en su voluntad la huella indeleble de esta larga tragedia y será más fuerte y más consciente del valor de la libertad y más tenaz su desprecio del mal. Eso repercutirá en una cultura más terrenal y trascendente. La historia dice muchas cosas sorprendentes sobre el despertar de las atroces pesadillas.

*Lea también: ¡Qué arrechera!, por José Domingo Blanco

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