La bomba, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Así como quienes me conocen pueden –no sin razón– tildarme de tímido, irresoluto y poco dado al exhibicionismo, así lo fui quizás desde mi infancia. Seguramente durante la adolescencia, atravesé el camino sinuoso y lleno de baches de la juventud, y logré conservar –muy a mi pesar– esta personalidad opaca en la edad adulta hasta llegar a lo que podríamos considerar los últimos tramos de una existencia sin brillo, pero en mi caso divertida.
De niño tenía como amigos predilectos a Virgilio y Juan Ramón. Luego se sumarían otros nombres y sin desearlo me convertí en la cabeza visible de un grupo que se aburría en la acera hablando tonterías y si querían entretenerse jugaban a la pelotica de goma en medio de la calle. Fue en uno de esos momentos en los que esperaba que el otro bateara cuando fijé accidentalmente mi atención hacia la ventana de Denia y me enamoré, digamos que fue un flechazo, de esa chica enjuta, pálida y cabellos cortos que daba la impresión de que había salido de algún hospital.
No era que estábamos enamorados porque a los ocho y nueve años apenas llega uno a sentir ese moscardón revolotear por la cabeza, pero Virgilio, siempre atento y más avezado en esos menesteres, sabía que Denia me atraía y me hizo el favor de guardar el secreto porque quizás me avergonzaría en público si revelaba por qué me perdía en las conversaciones o no lograba atrapar las pelotas que pasaban debajo de las piernas.
Todo se reducía a que Denia moviera la cortina de la ventana y yo escapaba del mundo. Ella vivía en el piso cinco, de la letra A, del bloque tres, y para los que llegan tarde les diré que luego de que se mudó,la familia del negro Marcos, Chelí y Sombras ocupó el apartamento, por lo que resulta difícil que alguien la recuerde. De Juan Ramón Rivas no tuve más señales.
Un mediodía nos anunció que se mudaba y el sábado de esa semana los muebles, camas, maletas con ropa y demás enseres de la casa estaban por reventar el camión de la mudanza. Así, sin tanto protocolo, se aproximó, nos dijo chao y desapareció. En cuanto a Virgilio, hace más de veinte años que falleció trágicamente en la Autopista Regional del Centro, a la altura de Las Tejerías, y su muerte absurda e inesperada me mostró –pocos lo saben– el verdadero trance por el que se pasa cuando se pierde un amigo, aunque luego otros panas hayan sucumbido, igual de un balazo o por enfermedad.
A falta de Juan Ramón y de Virgilio ahora nadie sabrá a quien me refiero cuando hablo de esa niña que recién había cumplido los ocho años cuando yo rondaba los nueve, y que era parte de una familia numerosa y a la vez exótica, con gente que aparecía y desaparecía. Tíos, primos, comadres, compadres o no sé qué que se asomaban en la ventana todas las tardes con la taza de café en la mano y pasadas las dos semanas se esfumaban para siempre.
Como a esa edad yo no tenía muy clara la práctica del cortejo y solo me era dado soñar con darle un beso, mi táctica consistía, cuando la veía bajar al abastos, en pedirle a mamá que me mandara a comprar algo para toparme con Denia, mirarnos de frente, intercambiar sonrisas y, semanas después, rozarnos la piel y montar mi show con bromas en la que yo sacaba provecho de algo que no sabía: que si me disponía podía ser gracioso, al menos para ella cuando subía las escaleras mirando hacia atrás, mientras yo hacía movimientos chaplinescos y Denia se reía hasta que entraba a su casa.
Pero la cosa se enserió y llegó el día en que nos veíamos aprovechando que eran días navideños. Hasta que una tarde una Denia con el rostro desencajado, triste, intentó sonreír sin lograrlo. Como yo también me asomaba a las telenovelas que veían mi hermana y mamá, imaginé que tales gestos advertían el capítulo más desagradable: cuando la protagonista le confiesa a su enamorado que es mejor dejar todo así.
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O sea, el c’est fini!. Tragué grueso y aguardé por segundos lo que para mí fueron años una frase similar pero la primera mirada de Denia no iba en esa dirección, sino que, involuntaria y frágil, expresaba una pena, incluso preocupación. De sus ojos marrones salieron lágrimas y de sus labios pálidos afloró una confesión de extrema crudeza que se transformó en terror. Miró hacia los lados y me narró –coño, yo no quería seguir escuchándolo– que su padrino Ramón, el gordo que se bajaba sudando de un Pontiac marrón que estacionaba cerca de mi casa, entraba de puntillas en su cuarto en las noches y la tocaba por todas partes hasta que luego de terminar de excitarse volvía a su cama.
En la mañana, cuando ella despertaba, ese miserable blandía una taza de café hirviendo y sentado en la cocina preguntaba ¿cómo amaneció mi ahijadita? «Como yo, por asco, no le respondía… mamá me reñía por ser tan grosera y no contestarle al padrino».
De nada valieron lo que Denia contó a sus padres las monstruosidades del padrino. No solo lo negaron, sino que pesó sobre ella la prohibición de contarlo a cualquier otra persona, incluso al cura en el confesionario de la iglesia.
Como pesaba sobre Denia tal amenaza, yo no podía hacer nada cada vez que veía a ese roñoso bajarse del auto y saludarme con un «¿qué tal, carajito?» y yo, sin acertar en manifestar mi odio, me limitaba a ver hacia otro lado, rehuyéndole su mirada, y el gordo, de aspecto desagradable, con la cabeza en forma de una remolacha y una expresión de amargura seguía su camino hacia el ascensor.
A partir de entonces, yo conciliaba el sueño con pesadez e incomodidad, y mezclaba mi amor-compasión por Denia con mi sed de venganza. De modo que cambié el libreto del argumento para dormir besando a Denia en la boca al de cómo matar al hijo de puta. Terminé contándoselo a mi primo Fernando, y el primo, que estaba, al igual que mi tío y el resto de su familia, involucrado en las locas aventuras de las guerrillas urbanas, asomó la posibilidad de elaborar un niple, abrir el capó del carro del maldito gordo e introducirlo cerca de la batería, para cuando lo encendiera ¡pum! un sádico menos.
Como me faltaba valor y experiencia, Fernando me dijo que lo haría él. Una noche me citó a la una de la madrugada, y me conminó a cantarle la zona, que consistía en mirar hacia la casa de Denia y fijarme bien si subía un carro por la calle mientras se abocaría a la operación que Fernando bautizó como «muerte al hijo de puta».
El plan constituyó un éxito y una hora después estábamos cada quien, en su respectiva cama, imaginando el efecto que causaría cuando el gordo encendiera el Pontiac marrón, y con el sabor de ese sueño nos dormimos hasta que a las ocho y media de la mañana una explosión sacudió las ventanas de mi casa. Según lo acordado, Fernando y yo tardaríamos en aparecer e incorporarnos al grupo de curiosos, mirones y vecinos expertos en exponer teorías.
Una proximidad hacia el vehículo, chamuscado nos permitió apreciar que desde el motor hasta los asientos delanteros estaban calcinados. Había mucha gente amontonada, pero entre ese montón de cabezas sobresalía la de Fernando, cuya mirada hacia mí confluyó en una expresión de desconcierto. Pasaron segundos que se convirtieron en horas, y fue entonces cuando me di cuenta que los bomberos habían llegado tarde. Pero salí del aturdimiento cuando el grito desgarrado de una mujer clamó «¡Cachito… ay Cachito de mi vida!» mientras la gente se apartaba y la dejaba pasar hacia el auto chamuscado.
Un minuto después el gordo bajaba del apartamento a toda prisa sin abotonarse la camisa, lo que nos llevó a la conclusión de que habíamos fracasado. Alguien llegó tarde al suceso y preguntó qué había ocurrido. Otro le respondió «Nada, que un gato se metió desde abajo por el motor de ese carro y seguro provocó un cortocircuito y provocó el incendio». Fernando dejó de mirarme y yo, desolado, dejé de mirar hacia la ventana de Denia.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España