La caldera del diablo, por Teodoro Petkoff
Qué contraste entre una izquierda moderna y madura, como la que representa Lula, y una «izquierda» (no es posible sino entrecomillar este confuso mezclote ideológico que se abriga bajo el cognomento de «chavismo»), atrasada e infantil como la que encarna Chávez. Por estos días se reúnen en Davos, ciudad suiza, y Porto Alegre, ciudad brasileña, los dos foros emblemáticos de la polarización mundial entre ricos y pobres. Lula se mueve entre Porto Alegre y Davos, precisamente para subrayar en el segundo la necesidad de que los países ricos asuman su responsabilidad en la lucha mundial contra la pobreza, la exclusión social y la paz; pero sin abandonar en el primero, creado y convocado precisamente por su partido, el PT, el llamado a la organización y la lucha global contra los intereses que están en la raíz de los males que aquejan a la gran mayoría del planeta.
Chávez se va a Porto Alegre, en cambio, para exponer urbi et orbi, toda la amplia panoplia de los errores de infantilismo izquierdizante que ha sumido a su país en la peor crisis de su historia republicana moderna. Crisis generada no por cambios reales (que no los hay en ningún sentido) sino por la fantasmagoría seudo-revolucionaria de un discurso provocador y agresivo, que sublima en la amenaza permanente la inexistencia de proyecto, programa y acción transformadora verdaderas. Otra vez retumba la amenaza: acepten los cambios en paz o saco mi fusil. O sea, no se trata de adelantar cambios en el país a través del debate democrático, aceptando la legitimidad de opiniones contrarias, sino mediante la imposición unilateral de las suyas, chantajeando a la gente con el tronar de las ráfagas de ametralladoras. Ese estilo y ese camino fueron los que crearon una contrarrevolución en esta Venezuela donde no existe ninguna revolución.
Lástima que haya sido así, porque la Venezuela que Chávez comenzó a gobernar ciertamente exhibía pavorosos índices de desigualdad y pobreza y sus instituciones republicanas tenían anchos boquetes bajo la línea de flotación. La democracia se había transformado en coartada para la depredación de la nación. Pero en lugar de mover las energías de ésta, para aislar y derrotar a los intereses políticos y sociales que medraron en aquellas circunstancias, Chávez se dedicó a destruir el amplio frente social y político que hubiera podido acompañar el esfuerzo transformador. Así se echó encima a la clase media y allanó el camino para que quienes, por razones obvias, adversarían cambios que afecten sus intereses, encontraran en sus proclamas «revolucionarias», en sus amenazas, en el innecesario «sebo» que estableció con Fidel Castro, los insumos para combatirlo.
Habiendo ganado unas elecciones, lo cual lo comprometía a gobernar democráticamente y no revolucionariamente (puesto que 40% del electorado había votado contra él), y a adelantar los cambios posibles en esas circunstancias, se empeñó en gobernar como si hubiera ganado una guerra revolucionaria y pudiera gobernar por la vía del decreto revolucionario. Así se metió él y metió al país en la caldera del diablo. En Porto Alegre no hizo sino evocar ese accidentado camino y persistir en el error.