La calle y la ciudad, por Marco Negrón

Hay que volver a las palabras de Jane Jacobs: “Las calles y sus aceras son los principales lugares públicos de una ciudad, sus órganos más vitales… Cuando las calles de una ciudad ofrecen interés, la ciudad entera ofrece interés”. Y no es en absoluto un anacronismo volver a estas palabras de su libro más famoso, Muerte y vida de las grandes ciudades, pese a que se publicó por primera vez en 1961: todavía, cuando han pasado ya casi sesenta años, las ciudades más atractivas siguen siendo aquellas que cuentan con las calles más animadas.
Sin embargo, aunque parezca una ingenuidad, vale la pena preguntarse, sobre todo para los caraqueños, qué es lo que en definitiva se entiende por calle y más específicamente, “calle animada”.
La calle, cualquiera lo entiende, es una invención urbana que sirve para comunicar los distintos sectores que conforman un asentamiento humano, sea este ciudad, pueblo o caserío. Como tal, es espacio público y se caracteriza por la presencia de personas encargadas de llevar y traer los mensajes y bienes requeridos por la vida social y la actividad económica, que van al encuentro de otras o simplemente se pasean. Personas que, como norma, exceptuados los pequeños asentamientos, no se conocen entre sí, por lo que ella, además de canal de comunicación, se convierte en espacio de socialización: el espacio público por excelencia, al que se acude por la misma rutina de la vida cotidiana, sin necesidad de programación o convocatoria previa.
Por su mismo carácter, la calle se llena de actividades que van más allá del simple tránsito: sobre ella abren negocios privados de distinto tipo y también oficinas públicas que requieren de contacto frecuente con el público
La aparición y desarrollo del transporte automotor a lo largo del siglo XX afectó la vida de la calle: por una parte, obligó a separarla entre calzada, destinada a la circulación de vehículos, y acera, reservada (teóricamente) a los peatones.
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En la mayoría de los casos el automóvil, convertido además en una suerte de cápsula unipersonal, mermó la condición de la calle como espacio público: no sólo tendió a reducir los contactos interpersonales propiciados por los desplazamientos peatonales, sino que sobresaturó la calzada, transformándola en un obstáculo difícil de franquear para el peatón, convirtió plazas y plazoletas en inhóspitos estacionamientos y redujo la acera a su mínima expresión, frecuentemente transformada también en abusivo estacionamiento.
Los niveles de contaminación sónica y del aire convirtieron también a lo que quedó de la acera en espacio hostil, poco propicio para el intercambio con el prójimo.
En el caso venezolano, además, el egoísmo pequeñoburgués de amplios sectores de la clase media ha presionado en contra de la mezcla de usos en sus zonas residenciales, a las que consideran como territorios exclusivos de los cuales hay que alejar a los extraños, sospechosos por definición, lo que trae como consecuencia el despoblamiento de las aceras que terminan por no llevar a ninguna parte.
El panorama se agrava con la creciente propensión, justificada con el argumento de la inseguridad, a rodear cada edificio de altos muros que han convertido muchas calles en auténticos túneles a cielo abierto y a las aceras en tierra de nadie
Reconstruir la ciudad venezolana, convertirla propiamente en “la cosa humana por excelencia”, requerirá también la recuperación de la calle y convertirla en espacio de ciudadanía y no mero canal de comunicación. Para ello habrá que despejar la calzada, favoreciendo el transporte público sobre el privado, reduciendo la contaminación sónica y del aire y domesticando el tráfico automotor para hacerlo compatible con el movimiento peatonal; pero habrá también que recuperar la acera, ampliando sus espacios y otorgándole más importancia que a la calzada, estimulando la aparición de actividades que inciten al recorrido peatonal y lo hagan atractivo y seguro.
La primera es sobre todo una tarea técnico-económica y de gestión; la segunda es mucho más compleja porque requiere del cambio de actitudes, de la implantación de una verdadera cultura urbana.