La cámara de la ballena, por Fernando Rodríguez

Es bastante recurrente en la historiografía de las artes latinoamericanas la encrucijada entre autoctonismo y cosmopolitismo. En verdad uno puede consideran que ambas posturas aluden a objetos que de alguna manera, aunque sea desproporcionada, son híbridos de los dos elementos. Lo universal que nos da la especie y lo que pueda emanar de la tierra natal que nos da la necesaria territorialidad que toda criatura exige. Pero, dejemos lo así, porque es polémica inacabable que como un animal que cambia continuamente de pelaje aparece por aquí o por allá en nuestro devenir cultural.
Yo solo quería señalar que me parece que muchos de los momentos estelares de nuestras artes, lo dicho vale también para el pensamiento, pero no enredemos, son aquellos justamente en que lo universal y lo local se unen de manera ostentosa y extrema, airosa, enriqueciendo también intensamente las proposiciones en mesa. Un ejemplo, el “boom” de la narrativa latinoamericana. Faulkner y Macondo. O ciertas formas de la neofiguración plástica, como Cuevas o Borges. O hasta del abstraccionismo como Tamayo o De Syzlo. Punto y aparte.
En los años sesenta en Venezuela se da una cultura artística a mi entender extraordinariamente importante en algunas de sus provincias, la poesía y la plástica básicamente. Y más allá de que hay artistas que en ese momento y en el resto de sus vidas desarrollaron obras de gran valor y reconocimiento, hay un movimiento –evidencia de la riqueza del momento es justamente la presencia activa y polémica de grupos con afinidades estéticas e ideológicas- que lo expresa más que ningún otro, El techo de la ballena, tribu de escritores y plásticos. En el esquema que hemos señalado la Ballena reactiva, casi con impudicia, supuestos de la vanguardia dadaísta y surrealista. Cosa que alguna medida y con otro espíritu más sosegado e intimista habían hecho generaciones anteriores de creadores nuestros, al menos con el surrealismo que por mucho tiempo “estaba en el aire” como diría el Papa Bretón. Pero lo que le da una profunda originalidad al espíritu ballenero es que resalta el aspecto más agresivo, blasfemo, “terrorista” diría Angel Rama, que tuvieron muchas de las manifestaciones clásicas de esa vanguardia europea. Y esa veta conecta con el deseo de muchos intelectuales de mancomunarse de alguna forma con esos otros “terroristas” que se juegan la vida en montañas y ciudades de la región para emular la revolución cubana, de Fidel y el Ché. A su manera ellos son “guerrilleros del papel”, tratan de demostrar su desprecio y su enfrentamiento contra el sistema, así sea asustando a la escasa población cultivada de buenos modales y viviendo la noche en una bohemia pobre y que quiere ser dramática. Esa juntura es ética y políticamente complicada, pero estéticamente eficaz y creativa.
Bueno ese espíritu lo expresa magníficamente la fotografía de Daniel González que hoy podemos ver en la siempre certera galería TAC del Trasnocho. Las no demasiadas fotos de ese momento, recogidas en publicaciones del grupo, son excepcionales en la historia de la fotografía venezolana. Absolutamente distintas al lirismo paisajista y nuevomundista de nuestros primeros fotógrafos artísticos, también lo es de la fotografía social que predominará un par de décadas en el país, también extremadamente innovadora y valiosa, cuya figura mayor es Paolo Gasparini. Por ello la foto de DG es un islote y es una Caracas que será vista por una vez con los ojos de Dada, una vez. Es posible que hacia fines de los ochenta, con el surgimiento de una foto más polifónica y vanguardista, el fotógrafo del Techo, que también fue su extraordinario diagramador gráfico y pintor, haya recuperado su lugar de ancestro, aunque estaba fuera de circulación. Hoy, esta exposición antológica con todo y un estupendo libro de Douglas Monroy (que no he leído) lo corroboran, así como los precios astronómicos de sus libros de antaño, atestiguan de su innegable lugar en nuestro pasado.
Pero es estupendo ver esa Caracas donde lo siniestro y delirantemente contrastante se vuelve cotidiano: llena de suicidas grafómanos, grafitis subversivos sobre afiches piadosos, ritos mortuorios, estatuas con paloma (pene), burlas de las instituciones respetables y sanas habitudes y otras osadías que indican un pacto con la prostitución para acabar con el sistema y el imperio que era lo que se quería
Después, sin mucha explicación, DG se fue retirando a sus cuarteles de invierno, vaya usted a saber por qué. E hizo una que otra cosa, de la cual vemos indicios en la muestra, sin la intensidad de otrora.
Una exposición imprescindible, imperdible. Un momento estelar de nuestra fotografía y un eco de un movimiento fundamental de nuestra cultura del pasado siglo.