La casa duaqueña de los Fonseca, por Alexander Cambero
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En el epicentro del inmueble se respiraba el amor. Uno sentía que allí se aposentaba una forma de paz que impregnaba cada rincón. Entre aquel verde del jardín pletórico de vida, acariciaba el sol como ínclito personaje natural del paisaje. Algunas antigüedades ejercían el influjo de un pasado bien administrado. Los azulejos dejaban oír su alegre gorjeo mientras retozaban de rama en rama en la búsqueda de aventuras. Unas orquídeas exhibían su belleza frente a un colgante helecho que despeinaba el viento. Un corredor como sigiloso guardián de una tradición que atesoraba la quietud de un ambiente sumamente agradable.
Es parte del espíritu que envuelve al predio como mecenas de una buena obra. Toda una sinfonía de la existencia como una especie de gran orquesta con la dirección del cielo con sus chispazos de nubes blancas sobre un firmamento infinito. Era el danzar de la buena estrella posesionada en una órbita en donde estaban firmemente alineados en los planetas de los más puros sentimientos.
Sentada en un mueble de madera labrada con esmero, de cojines coloridos, estaba la señora Enoe Guerra de Fonseca. Una mujer de carácter afable leía con un silencio monacal la palabra de Dios. Una Biblia antigua era su conexión espiritual con el cielo. Su conocimiento de los textos pretéritos era sencillamente extraordinario. Enseñaba con una humildad que contagiaba a todo aquel que indagaba los alcances de los planes que tiene el Señor con todos nosotros. Siempre estaba animada como una inyección de entusiasmo que llenaba la casa.
La dimensión humana de ella gozaba de la singularidad de estar viviendo los principios que transmitió Jesucristo. Una mujer cuya conducta intachable era referencia obligada en Duaca. Con esos elementos, construía con una fuerza revitalizadora para hacer que el mensaje llegase para cambiar las almas. Todo estaba previsto como sus manos que se entrelazaban para orar en silencio.
Su esposo, Antonio Fonseca Betancourt, era un prestigioso educador de la vieja escuela. Un lector voraz con un amplísimo bagaje cultural. Su dominio del idioma estaba marcado por la excelencia. Una biblioteca llena de obras fundamentales que lograron darle mayor erudición al pedagogo que, aun siendo jubilado, no dejaba de ejercer noblemente su profesión que llevó adelante con el sello imborrable de la honorabilidad como sendero de vida. Enseñaba a todo aquel que se le acercaba. Con alguna opinión o corrección regresaba en volandas el maestro sobre el lienzo verde del pizarrón. Gran conversador y con mucha facilidad para agregar amigos a su larga lista, siempre atento al acontecer cotidiano.
Leer El Nacional era todo un ritual. Analizaba cada artículo esparciendo sus opiniones sobre los temas en cuestión. El matrimonio se sentaba con la amenidad de un buen café para disfrutar de ese debate intelectual donde el deleite rebosaba el ambiente. Le encantaba la comida criolla y suculenta que disfrutaba como una persona feliz. Un hombre honrado hasta en la medula que forjó una familia de bien en aquel espacio lleno de buenas vibras espirituales. Físicamente un hombre de contextura fuerte con sus camisas a rayas con la supremacía del azul. La bondad rompía los diques para hacerse ríos de aguas cristalinas. Su calidad humana fue más allá de plasmar la brillantez de la herencia cervantina.
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La casa tenía su propio lenguaje. No era un idioma encasillado en las reglas gramaticales. Una forma sutil de amor que sujetaba a la familia. No eran los frisos del inmueble con un techo de tejas a la usanza de los caserones republicanos.
Lo mejor estaba en el desenvolvimiento de los personajes que protagonizan la vida entre sus paredes. La vivienda es el útero de las buenas acciones. En la casa de los Fonseca la cosecha fue fructífera y abundante. La nobleza de aquellos corazones se hicieron tizón sostenedor del fuego de la conciencia. La bendición de Dios como el dictamen del cielo en ráfagas de nobles valores para crear humanidad.
Y a pesar de ya no estar físicamente Doña Enoe y el señor Antonio Fonseca Betancourt siguen siendo referencia obligada cuando lo recuerdos regresan como una brisa fresca que viene de nuestras colinas.
Alexander Cambero es periodista, locutor, presentador, poeta y escritor.
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