La coba como recurso, por Tulio Ramírez
Twitter: @tulioramirezc
No sería absurdo pensar que el Gabo se haya inspirado en Venezuela al momento de escribir Cien años de soledad. Pero no porque en nuestro país sucedieran las cosas más extrañas, insólitas y extraordinarias —que sí suceden— sino por la manera como las explican y recrean nuestros compatriotas.
Tenemos explicaciones y justificaciones para todo. Por ejemplo, imaginemos una película donde un tierno unicornio azul lame afectuosamente el agreste caparazón de un caimán del Orinoco mientras devora a un pequeño cachorro frente a su madre impotente y desconsolada. Esto, de seguro, causaría el rechazo mayoritario de cualquier público. Pero, en Venezuela, podría ser motivo de creativas interpretaciones. Unas más alocadas que otras, como es de esperarse.
Habrá a quien le disguste tan sórdida escena, pero nunca faltará quien, con pose de crítico de arte formado autodidácticamente, señale que se trata de una «genialidad de los Estudios Disney», como consecuencia de alguna «nueva etapa onírica de sus creativos». Por supuesto, lo más seguro es que quien así opina no tenga la más peregrina idea sobre el séptimo arte. Para lo que importa eso.
Somos expertos en dictar cátedra sobre cualquier situación, por más extraña o desconocida que sea, pero también somos unos primeros actores para escuchar todas las mentiras, exageraciones y discursos de esos «expertos», sin darnos por cobeados.
Somos unos fenómenos para convencer. Si no encontramos argumentos con bases lógicas o evidencias empíricas, las inventamos. Siempre tendremos auditorios dóciles para ello. Y si algún curioso pide que ampliemos o expliquemos en detalle, recurrimos a la estrategia usada por los jurisconsultos poco cultos y temerarios: «Si no puedes aclarar, entonces confunde».
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Pero la vaina no se restringe a los habladores de pistoladas que usan pipa sin picadura y lentes sin fórmula para parecer intelectuales, tampoco a oyentes muy respetuosos, o temerosos, que no se animan a desenmascarar a estos habladores de tonterías. La cosa es más común de lo que aquí cuento.
Basta pararse un sábado a media mañana en una esquina de un barrio caraqueño, o del interior del país, y escuchar a los cerveceros intercambiar historias y opiniones sobre variados temas. Ni los catedráticos de Harvard hablan con tanta autoridad.
Se habla sobre todo, «con los pelos en la mano». Uno se entera de lo que «en privado le dijo Trump a Biden sobre Venezuela», el día de la toma de posesión; también que la CIA creó artificialmente al papa Francisco en un laboratorio del área 54, como parte de un plan para controlar a los comunistas católicos; o sobre la «carta bajo la manga y que nadie conoce», que tiene Messi para negociar con el Barcelona; y qué decir de «los acuerdos secretos de no invasión» entre los alienígenas sobrevivientes de Roswell y el presidente Truman; o de los «verdaderos asesinos» de Kennedy, Corín Tellado y Consuelo.
Hay cuatro hipótesis para tratar de entender esas conversaciones: 1) el que habla sabe que cobea y asume que el resto se lo cree; 2) el que habla sabe que cobea y el resto también lo sabe, pero se hacen los paisas; 3) el que habla se cree lo que dice y el resto también; 4) cualquier otra combinación. Me inclino por la opción 2, o sea, intención activa y pasiva de engaño.
A conveniencia nos ubicamos en los extremos. Cuenteros, sabelotodo y conocedores de lo humano y lo divino o actuando como «pendejos» cuando nos interesa.
Quizás ese rasgo explique el porqué tratamos siempre de imponernos al otro como el chivo que más micciona del patio o, en el extremo opuesto, hacerle creer al otro que nos está convenciendo para luego descalificarlo ante terceros. A lo mejor así es la política, pero lo cierto es que con estos comportamientos es muy difícil lograr algún tipo de unidad sincera.
Tulio Ramírez es Abogado, Sociólogo y Doctor en Educación. Profesor en UCAB, UCV y UPEL
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