La cola de la lagartija, por Simón García

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El primer fraude electoral en Venezuela se produjo en 1897 cuando no existía el voto directo y universal.
La víctima fue el general José Manuel Hernández, el mocho, quien se alzó en armas y resistió activamente durante un año.
El perpetrador fue el General Andrade, desplazado luego por la Revolución Restauradora que llevó a Miraflores a Cipriano Castro, acompañado de su compadre Juan Vicente Gómez.
El fraude y su enfrentamiento no democrático por parte del mocho Hernández prepararon un resultado distinto al deseado: abrieron puertas a la instauración de una dictadura que ha sido hasta ahora la más prolongada en nuestro país.
Un desenlace que hay que tener en la memoria, aunque las condiciones de hoy sean distintas.
En la actualidad, una parte determinante de los electores consideran que burlaron su voto y que el 28 de julio se produjeron dos hechos inocultables:
1) El anuncio de un ganador sin cumplir con requisitos legales para su proclamación, sin validarlo mediante las actas ni aceptar reconteo.
2. La firme voluntad de la cúpula gobernante de acentuar la subordinación del órgano electoral al Ejecutivo, anulando la separación y autonomía de los poderes públicos.
De modo natural, la percepción mayoritaria sobre esos episodios desataron una reacción de rechazo al voto, en vez de aumentar el empeño de reivindicar y rescatar su significado.
La sensación de desconocimiento del Voto es la justificación para que una mayoría de opositores haya regresado a la calle ciega de la abstención.
Se han conformado así dos bloques de opinión opuestos, pero que no necesariamente tienen que ser excluyentes: Uno llama a ausentarse del proceso electoral para poner en evidencia, vía resistencia pasiva, que la mayoría de la población rechaza al gobierno. Otro, vía resistencia activa, pide defender el voto votando, para impedir que el gobierno se apropie de todas las gobernaciones y de la Asamblea Nacional.
Ambas posiciones comparten el objetivo de restablecer la aplicación de la Constitución y recuperar el carácter democrático de las elecciones.
Pero hay una distorsión que convierte el debate en una guerra a muerte, como sucede cada vez que posiciones contrarias se manejan como excluyentes y verdades parciales se toman como absolutas.
Para muchas personas, decidir por una u otra posición constituye un dilema real a resolver en medio de dudas razonables. Pero las consecuencias de cada posición van a ser distintas. Lo que hace estruendo es por qué cuando el gobierno tiene menos gente que nunca, se le pide al país que no repita la movilización, organización y combatividad del 28 de julio.
La renuncia a este triunfo cantado puede estar vinculada a la aspiración de crear una fuerza hegemónica y transferir el eje de lucha de lo interno a la nueva realidad geopolítica que impone EEUU: ahogar al régimen en sanciones, agravar la ´desesperación de la población y estimular conflictos que fracturen la estructura de poder.
El voto cambia de sentido porque su función pasa a ser legitimar un cambio estratégico que abandona la vía electoral por una máxima presión contra el país procurada por agentes externos. Y ese es el fondo de lo que se va a elegir si no se vota.
La actual dirección principal de la oposición tiene derecho a ejercer la mayoría. Pero también tiene el deber de no criminalizar y excluir a sus disidencias. Desconocer a las minorías es anular reglas democráticas como el pluralismo que expresa intereses y aportes diferentes; sustituir argumentos por descalificaciones y usar etiquetas para eliminar la sana competencia y la necesidad de conjunción entre liderazgos con diferencias.
Aparecen rasgos autoritarios en el seno de la oposición, presencia que es una victoria invisible del régimen porque le recorta terreno a la democracia.
La consolidación de un liderazgo único; la ostentación de una supuesta supremacía ética de una parte contra otras; el abandono de la rendición de cuentas son retrocesos que empoderan cúpulas y disminuyen poder a los ciudadanos. Una consecuencia probable podría ser, no la derrota de un sector opositor, sino la imposibilidad de construir una alternativa al hábito patrimonialista de ejercicio del poder.
El gobierno quiere eliminar el valor del voto para suprimir el de instituciones como la Asamblea Nacional, gobernadores y legisladores regionales. Alcaldes y Concejales. La instauración del poder comunal requiera desprestigiar y dejar sin poder al voto.
Si la oposición abandona el voto, entrega su primera línea de defensa. Después del 28 de julio no debe hacerlo a nombre de una confusión: la fuente de legitimidad de los autoritarismos no son los votos sino la fuerza.
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Pero defender el voto ejerciéndolo adquiere eficacia sólo si forma parte de una estrategia para extender la democracia formal e informal, cultural, vivencial y relacional a todos los lugares de la sociedad. Una estrategia de lucha que sea desafío al poder, pero que admita acuerdos, negociaciones y consensos.
Los demócratas deben comprender que la ausencia de votantes en los procesos electorales es una pérdida.
Las democracias, como las lagartijas, mueren cuando sus colas dejan de moverse. Es decir, cuando no haya votantes, que junto con dividirnos, es hoy la vía de subsistencia que le queda al poder si se niega a encausar una transición a partir de realizar elecciones con garantías constitucionales y democráticas.
Simón García es analista político. Cofundador del MAS.
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