La confesión, por Marcial Fonseca
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Agradecido a Luis Emilio D’Amelio y Rafael A. Álvarez por las ideas.
El nuevo Papa, con apenas doce horas de haber sido electo, ascendió quince cardenales mayores de ochenta años a Asesores Papales; y aunque estos no pudieron votar por él porque la edad era un impedimento, sí hicieron campaña, y bastante intensa, entre los que sí podían sufragar para que votaran por él, con bastante éxito por cierto; y ahora el Sumo Pontífice estaba retribuyéndoles.
Mientras tanto, en la bucólica Duaca en un domingo cualquiera, y dentro de la iglesia San Juan Bautista, y después de tres confesiones de mujeres, un hombre, tranquilo él y con sombrero en mano, caminó con paso firme y altivo hacia el esbelto confesonario de caoba, se puso en la cola, esperó su turno y por fin se hincó frente a la rejilla, y sin invitación a hablar reveló que tenía un solo pecado; se calló por unos largos segundos, el sacerdote no hizo ningún comentario esperando la confesión; entonces el penitente vació su corazón.
El confesor espernancó los ojos, se los restregó, luego los amusgó y tomó una pose pensativa; logró apenas decir: «Está perdonado después que rece un Padre Nuestro, un Credo y un Ave María; y que Dios lo proteja».
El penitente cumplió y se marchó; pero el sacerdote quedó muy azorado con la confesión. Estuvo varios días cavilándola, nunca se imaginó oír lo que oyó. No sabía qué hacer, buscó confort en la Biblia, solo lo tranquilizó Juan 1:1: En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios.
En verdad que ya no soportaba el agobio, así que decidió contarle a su obispo; pero este quedó mudo al oír lo que apesadumbraba a su sacerdote; y una semana después, cuando recuperó el habla, le aconsejó que buscara apoyo en el Cardenal, en Caracas. Lograda la entrevista con el purpurado, este también quedó muy perturbado y autorizó el viaje del cura para que se confesara ante la mismísima máxima autoridad del Vaticano.
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Luego de un viaje de tres días, llegó a Europa, pasó a Italia, y llegó a la Plaza San Pedro. Una monja le ordenó que esperara mientras informaban a Su Santidad. Faltando un minuto para la hora fijada para la audiencia con el Papa, fue llevado al despacho. Sentía que pronto tendría un ataque de asma o de pánico; y con la premura que lo ahogaba contó al Sumo Pontífice lo que estaba quemándolo por dentro, al hacerlo quedó en paz; pero ahora era el Vicario de Cristo quien caminaba en círculo, se mesaba los cabellos y miraba al portador del mensaje, que se veía minúsculo en la amplia sala; se detuvo, perdió el foco visual mirando el suelo, levantó la cara y preguntó:
–Seguro que fue Federico quien se lo confesó a usted, ¿verdad?
–Sí, Su Excelencia, ¿Cómo lo supo?
–Él es mi amigo, por eso conoce esa historia. Usted no la ha propagado, ¿verdad?
–Claro que no, Su Santidad.
–Dios lo bendiga y que siga así –el Santo Padre hizo una señal con la manos y dos religiosas acompañaron al visitante a la salida de la Santa Sede.
Marcial Fonseca es ingeniero y escritor
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