La conspiración, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Le bastó con extender el brazo y apretar intensamente mi mano, como si se entrenara para un torneo de fuerza. Dijo su nombre y le pregunté si Florián era el mote o un apellido, luego me quedé mirándole fijamente para indicarle al menos que no me intimidaba. El sujeto no hizo más que sonreír, se otorgó unos segundos quizás para darse confianza a sí mismo hasta que aclaró que se trataba de su código de identidad en la operación. Mostró cierto aire de complicidad infantil y preguntó “bueno ¿qué dices… te unes al grupo?”.
Comprendí entonces que durante toda la noche recostados en la barra del hotel, y con cuatro whiskis encima, me había expuesto acerca de un bizarro plan para derrocar a Maduro y trataba de convencerme de que la cosa iba en serio. Desde luego que me sobresalté porque yo me había alojado en el Ausonia porque a veces en Caracas es difícil hallar un hotel barato y seguro, y gracias a un sobrino que cumplía servicio militar y fue destacado al Palacio de Miraflores debido a su estatura y el porte atlético, inusual para sus diecinueve años (aunque en el pueblo no lo respetaban y lo llamaban Corroncho), coroné una habitación. Como el hotel está situado a un lado del despacho presidencial, Corroncho habló con el gerente, un tal Antonio, español que olía a aceite de ricino, y todo resuelto. De modo que cuando llegué a Caracas ya tenía la habitación lista. Pero vaya lío en el que me metió el sobrino.
Días después de la disparatada conversación con Florián, incidente anecdótico para mí y que con la resaca recordaba poco, estaba echándome agua en la cara, cierro el grifo del lavamanos y, al subir la cabeza noté, no sin asombro, a través del espejo, que un militar me ofrecía la toalla y gritaba con tono autoritario “¡Acompáñame!”. Por supuesto que me cagué pero no sé por qué vino a mi mente un consejo que nos recitaba tío Hermes, que en paz descanse, de que por más asustado que uno estuviese no lo demostrara.
Fue así, amigo, cuando le reclamé al teniente o capitán, qué vaina era eso de que lo acompañara, a dónde y con qué derecho irrumpía en la habitación de un hotel sin tocar la puerta. Mira, el carajazo que me dio el hijo de puta ese como respuesta fue tan claro y contundente que quedé atolondrado y concluí: esto es un atraco.
No sé por qué pero había olvidado que el día anterior, cuando almorzaba con el sobrino le conté lo del tal Florián, y ahora recuerdo que el pendejo de Corroncho le restó importancia y me aseguró que se trataba de uno de los tantos habladores de paja que amenazan con matar al Presidente. Más bien se quedó viendo la porción de bistec que yo había dejado y me preguntó “tío, ¿usted va a terminar de comerse eso?”. Sin esperar respuesta intercambió los platos y le entró con tal ferocidad al pedazo de carne mal cocinada del restaurant que le dije “Mijito, ¿en la cocina de Miraflores no te dan de comer?”
Abro los ojos y ahí está Luis, porque Corroncho se llama Luis, como yo, e igual que mi padre, ya fallecido. Le reclamo “mira, pedazo de mierda ¿tú como que me vendiste o echaste mal el cuento de ese tal Florián?”. Se lo pregunté arrecho aunque también con frustración y si se quiere con lástima porque hablaba con el hijo de mi hermana Carmen. El, afuera, desesperado; y yo, en un calabozo, creo que estaba en el propio Miraflores, con expediente en marcha por intento de magnicidio. ¡Nojoda!
–Tío… yo soy el primer sorprendido por esto. Creo que debe haber una confusión de nombres. Pero, déjame hablar con el mayor de Guardia Presidencial y después vengo a contarte, alcanzó a decir, apesadumbrado y nervioso. Yo lo seguí con la vista y no tuve dudas de que ese bolsa había hablado de más y era el responsable de que hallara entrampado en este lío.
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A las dos horas me trasladaron del calabozo a la oficina donde aguardaba una fiscal militar, de unos 45 años, una morenaza que estaba bien buena pero cuya belleza desentonaba con su voz chillona y altisonante. Me acusó en ese cubículo que olía a desinfectante y que lucía un afiche agrandado de Chávez mirándote, de estar involucrado en el Golpe Azul. El lugar no parecía ser fértil para la imaginación, y todavía digo que no sabía de qué carajo me hablaba. “¿Golpe Azul?”. Mire, amigo, si no fuera porque la vaina empezó a complicarse, yo me hubiese tirado al piso, muerto de la risa. Pero la cosa iba en serio, así que se lo pregunté dos veces hasta que ella me ordenó que dejara de hacerme el idiota y confesara cuál era mi participación en el golpe.
Verga… te juro, hermano, que lo primero que quise preguntarle ¿quién coño les pone los nombres a las conspiraciones? ¿Serán los mismos golpistas? Porque ese nombre no encajaba ni siquiera para una película de acción. Pero, yo no estaba ahí para payasear. Al contrario, me veía hundido, jodido, odiando a veces a Corroncho. Me dominaba el asombro y el terror, aún más cuando contemplé la rigidez del rostro de quien me interrogaba. Hice esfuerzos para hablar con serenidad, tratando de no mostrar pánico, y me excusé amablemente pero que creía que conmigo perdían el tiempo, porque yo lo que hago es vender computadoras, y que solo me muevo entre Guárico, Carabobo y Apure.
Como punto final de mi defensa le expliqué que me había trasladado a Caracas para una reunión de negocios; que me alojé en ese hotel porque mi sobrino, que forma parte de la escolta militar del Presidente, conoce al gerente y me consiguió la habitación.
–Sí, ya de su sobrino se está ocupando otra gente… pero, dígame ¿no se le olvida informarme sobre otra cosa?”, preguntó con expresión contraída.
La fiscal acabó la frase y acepté con resignación que debí comenzar por el principio e informarle sobre mi encuentro fortuito con ese patético Florián. ¿Será que ese pendejo apretémonos me torcería también el destino? No acabé de pensarlo, cuando la fiscal algo molesta insistió.
–Mire, señor Suárez, yo no estoy aquí para jugar ni perder el tiempo escuchando necedades. Dígame los nombres de las personas que están en la conspiración, y veremos qué hacer con usted para que se vaya libre y siga vendiendo sus computadoras.
Absorbí el aire penetrante del lugar, me llené de valor y repetí lo de la charla con el tal Florián en el bar del hotel. Le expliqué que a vuelta de cuatro whiskis yo casi ni lo escuchaba ni entendía de lo que hablaba. Le dije además que si ella sabía de ese asunto era porque mi sobrino lo habría reportado luego que al día siguiente le conté lo ocurrido.
–Dígame una cosa, señora fiscal ¿ustedes han dado con ese Florián o cree que le estoy mintiendo?, pregunté en un acto de temeridad, intentando poner en orden los acontecimientos de mis últimas horas.
La fiscal me escuchó aunque fingía no prestar atención. Su primera mirada, involuntaria, expresaba malestar, incluso preocupación. En cambio para mí, todo a mi alrededor se veía gris. Era prisionero de un laberinto donde no se avistaba la salida, mientras ella, con fingida paciencia que lucía como el último esfuerzo para que confesara, insistió:
–Señor Suárez… está visto que usted intenta confundir para proteger a su grupo… pues usted se lo pierde, bramó con enojo y de inmediato llamó a dos soldados que aguardaban en la puerta para que me trasladaran a la salida y me entregaran a la comisión del Sebin. Su voz sonó irritada, no tanto porque estuviese convencida de que yo decía la verdad, sino por el temor quizás de evidenciar ante sus superiores que había fracasado.
Fue así como los efectivos militares me tomaron por los brazos y arrastraron, silenciosos pero enojados, a una puerta dónde aguardaba una camioneta negra con tres funcionarios del Sebin al borde del fastidio.
–Móntalo… que tiene cara de que no puede subir solo, dijo el que fungía de copiloto, quien me esposó. Los soldados me empujaron hacia los asientos traseros del vehículo. De Nuevo maldije mil veces a ese boca floja de Corroncho, y lamenté que ese sobrino llevara el mismo nombre de papá.
Sin embargo, justo cuando el conductor encendía la camioneta y se disponía a arrancar siento que le dan un golpecito a la ventana, y a pesar de la confusión que rondaba por mi cabeza advierto que quien se mueve detrás de ese uniforme de general es Rubén, el ahijado de mi tía Mildred, y yo no sé si reírme de satisfacción o de ponerme a llorar porque debía incorporar a los nombres de los familiares que cincelaron mi desgracia, la de Rubencito, el primo que me llevó por primera vez a un prostíbulo y con quien gané el campeonato municipal de bolas criollas en Barinitas.
–¡Para eso ahí! ordenó con voz fuerte, como cuando llegaba a los bares y decía para joder: ¡Ponme una botella de ron a mí y a este mariquito tráele una malta! Entonces, las mesoneras no sabían si tomárselo en serio o reírse de la broma, hasta que yo sonreía y pedía una cerveza.
Desde luego que los funcionarios del Sebin, sorprendidos, se miraron entre sí, hablaron algo en voz baja que yo no entendí, hasta que el copiloto salió del auto y tras mostrarle sus respetos a Rubén, le aclaró que me llevaban al comando para ficharme porque presumiblemente yo estaba involucrado con el Golpe Azul. Luego de escucharle con atención, Rubén sonrió y le dijo “no, chico, este pendejo es primo mío y para golpes los que ha recibido en su vida”. Seguidamente le ordenó que me quitaran las esposas y me bajaran de la camioneta, que él personalmente se ocuparía de conversar con Rosalía Millán, la fiscal que me había interrogado.
No fue una acción fácil, porque mientras su compañero dudaba si soltarme o no, el conductor llamaba urgentemente al comando para informar acera de la contingencia que había surgido.
–Delta… Delta… Aquí Jerónimo cinco. Pásame al director… bueno, pásame al coronel Díaz… es urgente, coño!
Pasaron cuatro minutos y el conductor, con rostro desencajado, que expresaba molestia, le pasó a Rubén el celular. Mi primo lo tomó con parsimonia y sin abandonar su sonrisa inició un diálogo cordial.
–¿Díaz Gallardo?… ¿mejor conocido como el cagón del Arauca?… ajá, ¿ya te lo reportaron? Nooo, chico, este hombre es el más pendejo de la familia, lo suyo es vender computadoras y caerse a palos con los amigos… yo creo que hasta marico es. A mí me extraña que esté en Caracas… No, vale. No lo hagas pasar por eso… Sí, por supuesto, yo me hago cargo de eso… ahora mismo voy hablar con la fiscal Millán… sí, la buenota. Déjamelo a mí y luego hablamos… Coño, por cierto, tienes que venir a ver mi nueva casa en La Lagunita… Cuándo quieras, hermano. Véngase este fin de semana con la familia, y nos tomamos unos whiskies… Eso es correcto! Chao, hermano y gracias… Sí, ya te paso al conductor.
La camioneta del Sebin arrancó sin más, y los soldados que me trajeron desde la oficina de la fiscal permanecieron ahí, firmes, quietecitos, la mirada al frente, a la espera de que Rubén les impartiera una orden, como en efecto les dijo.
–Rompan fila, muchachos… vayan a la oficina de la doctora Millán y díganles que el general García Pimentel quiere hablar con ella… ¡Vamos, corriendo!
–Coño, Rubén… llegaste a tiempo. Mira, hasta me oriné los pantalones, le confesé, mientras lo abrazaba y le daba cien veces las gracias.
–Tranquilo, Luis, no pasa nada. Pero ¿dime una vaina? ¿qué coño hiciste para llegar hasta aquí?, preguntó con desinterés, mientras me daba unos porrazos en la cabeza.
Entonces, yo intenté relatarle mi desventura desde que conocí al malhadado de Florián en la barra pero estaba claro que Rubén no tenía interés en oírme, razón por la cual me interrumpió, como si no le importara las razones de mi odisea y me pidió atentamente que más bien le oyera a él.
–Primo, a mí me tiene sin cuidado las razones por las que estás aquí. Pero sí te voy a decir algo, y quiero que me pares bolas bien: a partir de este momento no respondo por ti. Así que te aconsejo que te largues de esta mierda ¿Dispones de dólares? ¿Tienes el pasaporte en orden? Una vez que confirmé que estaba en condiciones de abandonar el país ese mismo día, se me acercó y me dijo al oído, con voz trémula y siseos.
–Luis, arráncate ahora mismo hacia Colombia o España, porque este juego está que no se termina… ¿Comprendes lo que te digo?
Nos callamos un breve momento, nos abrazamos y repitió textualmente el consejo o la orden que me desconcertó más que la coñaza que me dio el oficial que se apareció en el hotel. A los cuatro días estaba solicitando asilo en Madrid, y desde entonces estoy aquí, en casa de mi hermana Nancy, quien reside en Barcelona desde hace treinta y se desempeña como investigadora en un hospital.
–¿Del primo Rubén? Coño, no sé nada… pero de lo que me contó por WhatsApp mi hermana Carmen es que al Corroncho lo involucraron en ese peo del Golpe Azul y antes de que le pusieran las manos huyó hacia Colombia. Ahora el gobierno de Maduro lo reclama porque aducen que es un desertor… Ahora, amigo, repítame eso de que las cosas allá se están acomodando.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España