La cruz nuestra de cada día, por Gustavo J. Villasmil Prieto
Soy católico porque así me lo mamé desde chiquito del seno de mi madre, que era una santa. Entre mimos y la amenaza de uno que otro «cotizazo» – versión zuliana del venezolanísimo «cholazo» – por bañarnos en la playa en Viernes Santo, de su mano me fui adentrando en las grandes verdades que enseña la Iglesia de Roma en cuya fe he vivido y quiero morir. Comencé, como todo niño, con el Catecismo, aprendidos «al pelo” desde los Diez Mandamientos hasta las oraciones comunes – Padrenuestro, Ave María y Gloria- pasando por el Credo nicenoconstantinopolitano resumen de la esencia de la doctrina católica, la liturgia de la Santa Misa seguida en el «Misalín», la catequesis sabatina preparatoria para la Primera Comunión y, cumplidos los 12 años, la Confirmación.
Siguieron los años de la adolescencia, los del descubrimiento del mundo en toda su belleza, pero también en todo su dolor. En la Venezuela de entonces – la del «tá barato, dame dos»- no se hacía uno muy popular hablando de la pobreza y de los millones de niños pasando hambre que con valentía denunciaba monseñor Helder Cámara en el Brasil y en toda Latinoamérica: la terrible «bomba M» – «M» de miseria– que terminó estallándole en pleno rostro al país despreocupado y manirroto que éramos.
Fueron también los años de mis primeras aproximaciones al magisterio de la Iglesia recogido en textos como la histórica Rerum Novarum de 1891, en la que León XIII bien que lo decía «…es urgente proveer de la manera oportuna al bien de las gentes de condición humilde, pues es mayoría la que se debate indecorosamente en una situación miserable y calamitosa…. Añádase a esto que un número sumamente reducido de opulentos y adinerados ha impuesto poco menos que el yugo de la esclavitud a una muchedumbre infinita de proletarios».
Años de irme metiendo de a poco y no sin dificultad en los documentos de Vaticano II y en las grandes encíclicas que fueron marcando mi carácter: «Humanae vitae» en defensa de la vida y «Populorum progressio», en reclamo de la supeditación de la economía al hombre y nunca lo contrario, ambas por el gran Paulo VI. Fue también cuando decidí hacerme médico como mi padre, paladín de la sanidad pública venezolana, quizás atendiendo al llamado de Nuestro Señor a tomar mi propia cruz y a seguirle que se recoge bellamente en Lucas 9, 23-26:
«Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame».
Los años universitarios fueron también los de mi primera militancia; tiempo intenso, marcado por el estudio y la lucha por los derechos de esos «cristos» que eran mis enfermos. Entre gruesos libros y panfletos de los más variados tipos, el magisterio de la Santa Madre Iglesia me habría de acompañar siempre. ¡Cuánto no influirían en nosotros las páginas de los documentos de la Celam reunida años antes en Medellín! ¡En qué muchacho católico de mi tiempo no caló hondo aquel llamado a la «opción preferencial por los pobres»! ¡Quién de mi generación no estalló en llanto conmovido ante el sacrifico Oscar Arnulfo Romero, el obispo mártir de El Salvador!
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El largo pontificado de San Juan Pablo II y su magnífico legado habrían de ser claves en el destierro definitivo de toda tentación materialista de mi espíritu de joven médico: ¡y mira que las tuve! «Fides et ratio» de 1998 vino a apretarle las clavijas espirituales al antiguo preparador de Fisiología convencido de que la vida no era sino un incesante fluir de iones a través de las membranas biológicas y que ahora, ya graduado, desafiaba por primera vez en solitario las complejas verdades del ejercicio médico ya no en los laboratorios, sino en el país que íbamos siendo:
«La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad».
Treinta y cinco años de vida profesional simbolizan la cruz que un día decidí llevar a cuestas. Años intensos, duros, nunca en posiciones cómodas, tratando de atender, lo mejor que he podido, al llamado que Nuestro Señor nos hace en Mateo 25, 31-46:
«Porque tuve hambre y ustedes me dieron de comer; tuve sed y ustedes me dieron de beber. Fui forastero y ustedes me recibieron en su casa. Anduve sin ropas y me vistieron. Estuve enfermo y fueron a visitarme. Estuve en la cárcel y me fueron a ver».
No reniego de mi cruz, muy a pesar de quienes piensan – incluso de buena fe– que la mía ha sido una vida profesional desperdiciada en las «ligas menores» de la medicina de servicio público en Venezuela. Porque esta cruz que un día acepté llevar a hombros no solo no me aplasta, sino que, por el contrario, ha enaltecido y dado sentido a toda una vida de lucha y de agites. No me he engañado nunca: tengo perfecta conciencia del terreno que piso. Aunque dando tumbos, trato como mejor puedo de mantenerme en ruta hacia esa patria eterna en pos de la cual nos llama a marchar San Agustín de Hipona inspirado en la promesa que Nuestro Señor nos hiciera y que nos recuerda San Pablo en 2Timoteo 4, 7-8:
«He combatido el buen combate, he concluido mi carrera, he conservado la fe; sólo me queda recibir la corona merecida, que en el último día me dará el Señor, justo juez; y no sólo a mí, sino también a todos los que esperan con amor su venida».
A pocos días de conmemorar en misterio central de nuestra fe –el de la muerte y resurrección de Nuestro Señor– animémonos los unos a los otros a terciarnos con fuerza esa cruz común que hemos sido llamados todos a cargar: la cruz que es Venezuela, la del país real que clama por redención. Pesa, lo sé. Pesa mucho y nada augura que su peso amilane, al contrario.
Pero es elevándola y jamás rehuyéndole como nos salvaremos como personas y como país. Como nos lo dice el gran Benedicto XVI en su “Spe salvi” de 2007: «el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino».
Lo creo firmemente. En ello tengo fundada toda la esperanza que me queda.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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