La cuerda rota, por Nelson Oyarzábal
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Uno de los grandes escollos que enfrentan las fuerzas del cambio político en el país —la ciudadanía en su conjunto— y en la que habrá que invertir tiempo y atención, reside en el debilitamiento y casi pulverización de la cultura del diálogo. De ese rollo tenemos una larga cabuya: más de dos décadas de imposición de un perverso modelo de pugnacidad y confrontación exacerbada —gobierno-oposición— ha propiciado una suerte de incomunicación atomizada, marcada más por las pasiones y los arrebatos emocionales que por el sentido común, el equilibrio y el buen juicio.
Nada más frustrante y desalentador en nuestra realidad actual que tener que observar recurrentes y desgastantes cortocircuitos y encontronazos verbales, que entorpecen y complican aún más la dinámica de la comunicación política, ciudadana y vecinal. Es como si hubiésemos entrado en una dimensión extraña y pertinaz, sustentada en el ataque rabioso, el extravío mental y la enajenación colectiva.
El gobierno hizo todo lo que tenía a su alcance para vaciar de contenido y reducir al máximo la dimensión intrínseca y vital del diálogo, a través de insistentes y demagógicos llamados, cargados de retórica barata y manipulación caza-bobos. La oposición dominante no perdió tiempo en este particular. Sus descocadas aventuras demostraron, de manera fehaciente, un estilo de conducción impositivo y personalista, ajeno al consenso y la concertación de políticas y estrategias y, por ende, al juego democrático.
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La institucionalidad pública tampoco escapa a esta realidad. La presencia y la imposición del verticalismo militar socavaron las bases del trabajo en equipo y la gerencia participativa; en tanto todo se circunscribe y se limita a la frase “es una orden de arriba”.
A nombre de esa voz superior todopoderosa y sin basamento teórico ni técnico alguno, se han cometido grandes desmanes en la gestión pública, convirtiéndola, en la actualidad, en un enorme cascarón vacío y en vía de extinción.
En las redes sociales este fenómeno se presenta con mayor virulencia e intensidad. Basta conectar con la plataforma Twitter y evidenciar a todas luces esta realidad. Lo mismo ocurre con los infalibles chats de condominios en algunos sectores de la sobreviviente clase media que se han convertido en el recurso por excelencia de “incomunicación” y de conflicto permanente de la comunidad vecinal. Ni hablar de las propias comunidades: nada se pueda gestar y accionar de manera compartida. El trabajo de base junto a la democracia protagónica pasó a mejor vida.
En el limbo absoluto quedaron las recomendaciones de algunos grupos de investigación y de opinión que se pronunciaron en su momento, advirtiendo sobre las consecuencias de este flagelo comunicacional. Así, pues, el desencuentro, la desintegración y la incomunicación absoluta se imponen como telón de fondo de una dinámica altamente tóxica y excesivamente conflictiva. ¿Quiénes ganan?
Desmontar la ideología de bando, el pensamiento atrincherado y ciertos esquemas mentales disruptivos y poco reflexivos, es un propósito de primera línea para superar las barreras que impiden el encuentro, el intercambio y la discusión libre de ideas.
Cualquier propuesta de cambio pasa por reestablecer la cultura del diálogo, del debate y promover el reconocimiento y respeto por ese otro, con ideas y posiciones contrarias y diferentes.
Poner, entonces, la mirada en la diferencia, en la diversidad como enfoque, es reconocer los matices, claroscuros y grises existentes en las vertiginosas tramas de la vida política, social y cultural venezolana. Es, también, una señal de avance para la reconstitución de un nuevo liderazgo y una condición necesaria para la reactivación del diálogo como agente clave para la convivencia pacífica, plural y democrática.
La cuerda está rota. Trenzar sus flecos danzantes y rescatar su ritmo natural es una tarea ineludible y de todos.
Nelson Oyarzabal es Antropólogo (UCV). Consultor de Programas sociales y culturales. Profesor Universitario.
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