La cursilería, por Gisela Ortega
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La palabra cursi no tiene relación con ningún otro idioma, de allí que parecería ser la cursilería prerrogativa de los pueblos de habla hispana. Pero, si bien poseemos un término para calificarlo, resulta difícil definir lo cursi, quizá porque depende de una apreciación subjetiva o, acaso, por los variados ingredientes que entran en su composición.
El vocablo cursi es un término que se utiliza en el lenguaje castellano de manera informal para hacer referencia a una actitud exageradamente demostrativa que ya pasa los límites de lo que es normalmente aceptado por la sociedad. También hace referencia a aquellas expresiones, formas de actuar o de comportarse que pretenden tener cierta elegancia o estilo, pero que nos hacen quedar en mayor evidencia por ser artificiales o antinaturales.
El término cursi se aplica para algo o alguien que, con pretensión de ser fino, elegante y distinguido usa expresiones, frases, palabras o muestras de cariño muy trillado y gastado, tanto que a aquellos que lo presencian suele darles vergüenza. Ser cursi es, pues, pretender mostrar un refinamiento expresivo o un sentimiento apasionado que resulta rebuscado y excesivamente delicado.
El origen etimológico de este vocablo es incierto, y fue y sigue siendo objeto de polémica entre los lingüistas, sin haber llegado a un acuerdo.
Podría ser, como algunos sostienen, que cursi procede del árabe marroquí kursi, silla, con una larga derivación hasta llegar al sentido que hoy le damos.
Tal vez sea ese el origen remoto del vocablo, porque según la tesis más acertada, parece que la palabra cursi apareció no lejos de Marruecos, en España, en la ciudad de Cádiz en el año 1865.
Años antes –sostiene un relato–, un sastre francés llamado Sicour, llegó a Cádiz con el encargo de vestir a las damas más importantes del lugar. Como no quería que sus dos hijas desentonaran entre la elegancia reinante, quiso vestirlas igual que a sus ricas clientas, pero como el dinero no les alcanzaba, decidió emplear en los mismos modelos telas baratas y adornos falsos de manera que pudieran pasar por ricas damas.
Cuando las hijas del sastre se paseaban pavoneándose, la gente, siempre presta a la burla, cantaba a su paso: «Ahí van las niñas de Sicour, sicursisicursisicursi…» con lo que quedó acuñada la nueva palabra para nombrar a quien intenta aparentar más de lo que es, recurriendo a efectos engañosos, muchas veces grotescos y casi siempre ridículos.
En 1868 aparece en Madrid la filocalia o arte de distinguir a los cursis de los que no lo son, obra de los políticos españoles Santiago Liniers (1753-1810) y Francisco Silvela (1843-1905), donde el término es definido y se le considera ya una plaga.
Cursi y cursilería entran en el diccionario académico en 1869, con las siguientes definiciones:
-Dícese de la persona que presume de fina y elegante sin serlo.
-Aplícase a lo que, con apariencia de elegancia o de riqueza, es ridículo y de mal gusto.
-Se dice de los artistas y escritores, o de sus obras, cuando en vano pretenden mostrar refinamiento expresivo o sentimientos elevados.
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La cursilería es un tema recurrente en las novelas contemporáneas del escritor español Benito Pérez Galdós (1843-1920), especialmente en La desheredada y en El amigo manso.
Ensayos relevantes sobre el tema escribieron los filósofos españoles: Ramón Gómez de la Serna (1888-1963); José Ortega y Gasset (1883-1955) y Enrique Tierno Galván (1918-1986).
La cursilería supone mal gusto, pero no todo lo de mal gusto es cursi; precisa de un elemento adicional que es el ridículo. Todo lo cual conforma una falsa elegancia, un pretender ser elegante sin lograrlo; por eso no hay mayor cursilería que el rebuscamiento, que los alardes de refinamiento, que lo postizo, lo artificial y lo afectado, que la falta de sobriedad, de sencillez, y de espontaneidad.
Existe una cursilería hereditaria: personas que nacen y mueren siendo cursis. Hay, incluso familias tradicionales caracterizadas por sus cursilerías. Hay épocas y estilos, modas y hasta frases típicamente cursis.
Hay cursilerías que han desaparecido para ser reemplazadas por otras. Fueron cursis: los mitones de encaje, los lunares pintados, los mantones de Manila utilizados como pieza decorativa, sobre todo cuando cubrían un piano.
Serán siempre una cursilería las carpeticas en los brazos y en el respaldo de los sillones: el poner candelabros en la mesa de un almuerzo; los apodos que acompañan a los nombres propios en las esquelas de defunción; publicar en la prensa poemas dedicados a familiares fallecidos; las imitaciones de mármol; enviar un correo electrónico: «Como estoy en tal ciudad te escribo» o un WhatsApp: «Desde esta bella ciudad»; decir: «Aquí me tienes a tus gratas ordenes»; desear a quienes comen «buen provecho» o «buen apetito» en la creencia de que son buenos modales; colocar en los jarrones flores simuladas; utilizar en la conversación palabras de otro idioma y pronunciarlas mal; pintar en los parabrisas de los carros_ «Mi hija se graduó»; tatuarse el nombre de la pareja. Los graduandos que muerden las medallas en los actos de grado, como si realmente estuvieran recibiendo oro. La gente que combina los nombres para obtener otro nuevo. Las personas que anteponen su título al nombre, para ostentar cierto grado de importancia.
Hay cursilerías masculinas: usar como sortija un solitario de brillante. presentar a su mujer como «mi esposa» o como «la señora». Las hay femeninas: usar en el cuello cintas de terciopelo sosteniendo un camafeo; presentar a su marido como «mi esposo»; colocarse uñas postizas con dibujos o pintarse cada uña de un color distinto.
Otro grado de cursilería y el summum de lo cursi lo constituyen los matrimonios vestidos de smoking con zapatos deportivos.
A todos se nos puede pegar la cursilería en algún momento, hay quien se complace en llevarla siempre encima: los cursis de profesión, que no es igual a los profesionales cursis.
Gisela Ortega es periodista.
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