La democracia insurgente, por Luis Ernesto Aparicio M.
Twitter: @aparicioluis
Un lector me comentaba que, en los países, hay situaciones de presión externa que degeneran en una especie de insubordinación, de protestas generales y que todo terminaría, según su impresión, y que deberían concluir en paros e insurgencias. Menuda aseveración, pero como todo lo que se expone desde lo individual debe ser respetado, la opinión de este lector abre la posibilidad de mirar por dentro a muchos de nuestros sistemas de gobierno y la fragilidad democrática en los últimos tiempos.
La mayoría, por no decir todos, nuestros países han transitado por esos desagradables e inefectivos instrumentos, es decir los paros e insurgencias. En su implementación, ambos han terminado originando y consolidando a las tiranías que hoy empobrecen y exacerbado la crisis de los Derechos Humanos. Latinoamérica, por ejemplo, luce a dictadores que han surgido de la suma de esas dos partes y a otros que han modificado su estilo, ocultándose en lo que hoy el populismo les ha facilitado.
Los países a los que me refiero no son nada desconocidos para los lectores: Cuba, Nicaragua y Venezuela, encabezan en nuestro hemisferio, la prueba de que las insurgencias para obligar los cambios de gobierno han resultado en fracaso. Y lo son, no porque muchos de ese tipo de gobierno no lo merezcan, sino porque su aplicación o ejecución ha dejado a otros peores contra los que se lucha. Y ni hablar de los paros generales, han reforzado la comodidad de los autoritarismos.
En ese sentido, insisto, no es que la movilización y la protesta, no sean importantes en la lucha contra los populistas y dictadores que hoy se han coronado como los todopoderosos de los gobiernos y además sean parte de una democracia fuerte. Se trata de que el esperar que un nuevo liderazgo, diferente y demócrata emerja de ellas, representa el peor de los riesgos, la apuesta más elevada para la recuperación o la permanencia de las democracias liberales.
Más allá de ver la toma del Congreso de los Estados Unidos o lo que está ocurriendo en Brasil y Perú, como actos precisos para recuperar una democracia, lo que se intenta –tras bastidores– es derribar las bases que deberían fortalecerle. Todo podría catalogarse como un movimiento no razonable, que desea acabar con las reglas del juego democrático. Es la sigilosa manera que han optado algunos autócratas de espíritu, para romper las pautas y emerger como los indicados para gobernar. Eso sí, siempre a su manera.
Estos libretos de insurgencias y desobediencia irracionable, porque es lo que son: guiones que fueron pensados e ideados desde mentes como las del presidente de Hungría, Viktor Orban o de Turquía Recep Erdogan y algunos asesores de expresidentes o candidatos presidenciales, están, peligrosamente, recorriendo el mundo con el propósito de abrirse paso para gestionar una nueva versión dictatorial, sin más orden que la que ellos impongan. Algo así como: acabar con las formas o instancias que se ocupen del equilibrio de los poderes democráticos.
A estos hechos violentos, tantos los del cono Sur como a los del Norte, no se les puede ver sino como la nueva versión de ataque a la democracia. Es lo que hoy se propone desde el populismo más radical, encuéntrense en la línea política en la que se encuentre –derechas o izquierdas– y son un atentado contra la libertad y la democracia. Quedando claro, además, que sus lideres han decidido tomar atajos oscuros como la invocación a los golpes de Estado, que dejaron profundas cicatrices en muchos países latinoamericanos.
La insurgencia que necesitamos es la de la democracia. Esa que hoy se debate a solas contra los que a hurtadillas entusiasman a sus seguidores para que la apedreen, la incendien y destrocen todo lo que pueda ser algún remanente de su legado. Lo ocurrido en Brasil, ese oscuro libreto es el que algunos tratan de imponer desde sus tenebrosas mentes. Que la democracia sea la insurgente, es la mejor garantía para la paz y la libertad.
Luis Ernesto Aparicio M. es periodista, exjefe de Prensa de la MUD
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