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La desigualdad velada, por Luis Francisco Cabezas G.



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La desigualdad velada
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Opinión TalCual | noviembre 27, 2021

Twitter: @luisfcocabezas


Con cariño para la

 Profesora Egleé de Guerrero,

 nuestra profesora guía.

 

No eran los años 1600, como dice la canción de Joe Arroyo, pero sí transcurría el año 1984, y quien les escribe estudiaba el último año de primaria en mi querida y recordada Escuela Estadal Tomás Rafael Giménez, ubicada exactamente a 22 pasos de mi casa, en la Urb. Morán de mi Barquisimeto natal. Era una escuela pequeña en la que se impartían clases desde inicial hasta 6° grado en dos turnos —mañana y tarde—, y tenía una cantina donde no faltaban la empanada, la arepa rellena, las mandocas y las canelitas (estás últimas por cierto responsables de varios aporreos dentales).

Mi escuelita, “La escuelita” —como se le sigue llamando—, tenía una particularidad: en ella hacíamos vida niños de todas las condiciones sociales; no sentías ninguna diferencia; todos éramos compañeros, sin importar si eras del Barrio El Suspire o de una quintota en la Av. Morán. Allí, esas diferencias se diluían, lo que hacía de esa escuela un espacio donde nadie tenía una etiqueta, y el propio sistema de la escuela así lo propiciaba.

Recuerdo especialmente a mi profesor de educación física Benjamín Terán, a mis maestras Erlinda de Alcina y Janet de Rico, y también al temido director del plantel, Óscar Leal, un hombre largo y desgarbado, de andar pausado, que siempre usaba saco e infundía mucho respeto; tenía un Dodge Dart marrón que estacionaba frente a la escuela. Todos ellos contribuyeron a forjar el carácter en cada uno de los que por allí pasamos.

Cursaba ya 6° grado y me hacía muchas preguntas acerca de cómo sería la vida en el liceo. ¿Cuáles de mis amigos de la primaria irían al mismo liceo que yo? ¿Cómo podría ver tantas materias? En fin, muchas preguntas.

Y vino el temido salto al liceo. Todo cambió. La franela blanca quedo atrás, dando paso a la chemise azul celeste. En mi caso, estudié en el Liceo Federico Carmona, un descomunal liceo que hasta donde cuenta la historia fue originalmente un convento y alrededor del cual incluso se tejían leyendas de las apariciones de una monja fallecida en el ascensor que estaba ubicado en el extremo más norte de aquel coloso de tres torres que lucía enorme comparado con “mi escuelita”.

Mi primer día de clases fue inolvidable, por no decir traumático. Primero, debí buscar mi nombre en cada una de las listas que pegaban fuera de las aulas. En la planta baja, donde solían estar las secciones desde la A hasta la D, no encontré mi nombre. Subo al siguiente piso, y tampoco aparecía. Subo al último piso, y en el último salón del largo pasillo, me encontré en la sección L.

Ya en el lugar, comencé a ver a cada compañero que entraba al salón. Algunos lucían barba o bigotes además de exhibir gran tamaño, lo que encendió de inmediato mis alarmas. Me pregunté: ¿qué es esto? Sin embargo, a este párvulo aún le faltaban cosas por ver, como el ingreso de una chica con una barriga algo abultada, que a los pocos días comprendí que estaba embarazada.

Con el paso de los días, fui tratando de acercarme a mis compañeros, a quienes veía como unos gánsteres, ya que la mayoría fumaba, bebía y parecía haber acumulado ya bastante kilometraje. Armado únicamente de la palabra, pude conectar con casi todo el grupo y enterarme del porqué estudiaba con gente que lucía mayor: mi sección era la sección de los repitientes y de los alumnos problemáticos y otros provenientes de escuelas ubicadas en sectores populares.

*Lea también: Claves para leer la historia, por Ángel R. Lombardi Boscán

En medio de todo, logramos hacer buen equipo. Recuerdo que armamos un grupo de apoyo para matemáticas para apoyar a dos repitientes –bis- y a todo aquel que tuviera inconvenientes con el problemario de Matemática de Navarro. Los dos panas en cuestión iban todo el tiempo en contravía de la lógica matemática. Uno portaba un mostacho y tenía una cara de malo que lo hacía parecer hijo del hollywoodense Machete. Lo cierto es que ambos, además de alumnos de otras secciones, se fueron incorporando con inusitado entusiasmo al grupo de estudio.

Pero no todo era malo, en el grupo había tres chicos altísimos que con solo pararse y estorbar con su cuerpo debajo del tablero de básquet, nos daban un muro de protección. Había también uno bajito que vivía por Zanjón Barrera, que era un mago para driblar y dueño de una puntería prodigiosa.

Comenzamos a entrenar con miras a jugar en los juegos intercursos. Dos de nuestras torres eran realmente un dolor de cabeza; cuando no estaban donde el perrero fumando, estaban en la plaza bebiendo, y uno de ellos parecía Hulk, ya que todo lo resolvía a trancazo limpio. Independientemente de ello, seguimos adelante y logramos nuestro objetivo: la sección de “los mala conducta” —así nos llamaba el profesor León Canelón— se hizo un lugar destacado en los intercursos.

Transcurría el año escolar y casi que celebrábamos cada examen que lograban pasar los repitientes, en especial los de matemática. El profesor Carrasco era un yunque, pero los panas iban dando su mejor esfuerzo. La chica embarazada se retiró al poco tiempo. La situación no era fácil para ella, ya que tenía que lidiar con un sistema que veladamente hacia un apartheid escolar y con la mirada inquisidora de sus pares féminas.

Me comenzó a llamar la atención la distribución de los estudiantes por sección. Las primeras seis secciones tenían un denominador común: eran hijos de profesores, tenían los mejores promedios, o eran provenientes de colegios privados. Por otra parte, las secciones más postreras (la mía era la última), estaban en la acera de enfrente y en ellas predominaban repitientes, malos promedios y alumnos provenientes de escuelas públicas de zonas populares.

Como se puede observar, dentro del sistema educativo —aun siendo este gratuito— se pueden generar dinámicas que acentúan las diferencias y exacerban la desigualdad. Es necesario avanzar hacia modelos que, en lugar de etiquetar a las personas, más bien las hagan capaces de hacerse dueños de su vida y que no impongan estigmas sociales sino que ayuden a cada persona a desarrollarse en su mejor versión.

Cabe destacar que por el hecho de cursar estudios en la sección de los renegados no me hice mala persona.

Queda claro que no siempre tenemos las mismas oportunidades, pero es importante que el sistema no haga las cosas más difíciles.

Y ya como para ir cerrando mi relato, les cuento que ese año no hubo repitientes en la sección de los mala conducta. Aunque estudié 2° año en un colegio privado, para el 3° año regresé a mi recordado Liceo Federico Carmona, al que solo dejé para irme a otro gran liceo: el Mario Briceño Iragorry.

Luis Francisco Cabezas G. es Politólogo. Máster en Acción Política, especialista en Programas Sociales. Director general y miembro fundador de Convite A.C. También es Fellow Ford Foundation y Fellow Ashoka

TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo

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