La disyuntiva de Lula da Silva, por Enrique Gomáriz Moraga
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Existe bastante coincidencia entre los analistas brasileros acerca de que el asalto a los edificios de los poderes públicos del pasado 8 de enero tiene el efecto inmediato de abrir una ventana de oportunidad a favor de acción de gobierno del presidente electo Lula da Silva. Donde hay menos consenso es respecto de la dimensión y el plazo de esa ventana.
El amplio rechazo de la asonada se ha mostrado a nivel institucional y en las calles de las principales ciudades, donde se ha exigido mano dura contra los violentos asaltantes. Pero otros datos son menos coincidentes. La votación de condena del senado ha salido adelante sin contar con el voto favorable de los senadores bolsonaristas. Asimismo, en varios estados también ha habido manifestaciones de seguidores de Bolsonaro a favor de la puesta en libertad de los detenidos en los hechos reprobados por las autoridades de los tres poderes.
En cuanto a la duración de ese lapso de oportunidad, todo indica que es bastante incierto. Mucho depende del manejo posterior que haga Lula de la crisis y de las reverberaciones que esta tenga en otros campos, como, por ejemplo, entre los actores económicos. La demanda de estabilidad política de estos sectores pesará sobre el equipo económico del nuevo Ministro de Hacienda, Fernando Haddad, que enfrenta el reto de recuperar el equilibrio macroeconómico del país.
Existe asimismo una demanda de los sectores radicales de la izquierda, que también habitan al interior del PT, que plantean aprovechar la intentona golpista para dar un salto adelante en un programa de confrontación de clases. Con frecuencia, esta perspectiva se alimenta del desconocimiento –o la subvaloración– de la división sociocultural del Brasil, que se sustituye por la idea de que el bolsonarismo es un movimiento radical protofacista.
Desde luego que entre los seguidores de Bolsonaro existe un sector radical que desconocen las reglas del juego democrático, pero creer que el 49% que votó a Bolsonaro está en esa disposición es simplificar el análisis. Y en sentido opuesto, creer que Lula lidera ya un amplio campo político (de izquierda, centro y derecha), que abarca más de la mitad de la población que le apoyó en las elecciones es caer en un espejismo.
Significa considerar que el rechazo masivo de la asonada constituye una ventana de oportunidad de larga duración para Lula. Un espejismo similar al sucedido en Chile con la elección de Boric, cuyo equipo creyó poseer una amplia base de apoyo y hoy no se explica la caída en picado de su apoyo popular (por debajo del 30% del electorado).
Sin embargo, es poco probable que Lula se deje caer en la tentación de esa fuga hacia adelante. Si el nuevo mandatario evita esa perspectiva radical, la disyuntiva que enfrenta refiere a dos perspectivas posibles: gobernar sabiendo que Brasil se encuentra radicalmente dividido y tratar de reunificarlo, como prometió la noche de los resultados electorales, o bien gobernar a pesar de la división existente, tratando de disimularla o esquivarla. Ambas opciones tienen sus propios fundamentos.
Gobernar tratando de surfear la polarización puede partir de la simple espera, muy frecuente tras las crisis, de que el tiempo apacigüe los ánimos, lo que haría depender su éxito del desarrollo de un buen gobierno general del nuevo presidente. Pero existe otro argumento más rotundo: considerar que la reunificación del país es imposible. Esa es la orientación de varios analistas académicos.
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Un artículo de Andrés Malamud, de la Universidad de Lisboa, tomando como referencia la tesis de Timothy Power, profesor de Oxford, de que en las sociedades polarizadas no puede haber presidentes muy populares, sostiene que a lo único que se puede aspirar en estas sociedades es a que «el odio de la mitad de la población se exprese en las urnas y, pacíficamente en las calles, pero no en los palacios de Gobierno» (El País, España, 10/1/23). En pocas palabras, aceptar que la polarización es inevitable, intentando que no se salga de los límites pacíficos.
Puede que esta previsión, no muy edificante, sea la más realista, pero significa asumir que la promesa de Lula de reunificar el país es solo una quimera, porque, independientemente de su voluntad, es inalcanzable. Pero aceptar ese planteamiento de que la división de la sociedad es insuperable, significa aceptar que es imposible impulsar una interlocución sobre diferentes visiones de mundo que permita alcanzar nuevos consensos socioculturales, o, al menos, mayorías muy extendidas al respecto. Algo que implicaría negar la posibilidad de una deliberación ciudadana, fruto de un proceso comunicativo (como plantea el sociólogo alemán Jurgen Habermas).
En el caso de Brasil ese dilema tiene un marcado componente de carácter religioso. Una antigua colaboradora de Lula, Marina Silva, hoy ministra de medio ambiente, ahora evangélica, sostiene que es necesario tener una actitud de dialogo con el evangelismo «que pronto será casi la mitad de la población brasilera». Y existe coincidencia en Brasil acerca de que el bolsonarismo es claramente mayoritario en el ámbito evangélico.
¿Será imposible realizar una interlocución con esa visión de mundo, claramente distinta a la que tiene el Partido del Trabajo? Ojalá Lula no abandone el reto de lograr la reunificación de Brasil impulsando la deliberación ciudadana, apoyada en la ejecución de un buen gobierno.
Mantener esa promesa no solo aumentaría el anhelo de un Brasil menos violento, sino que aportaría alguna esperanza de concebir un horizonte regional menos amenazante.
Es necesario tener en mente el aviso peruano de lo que significa tratar de impulsar un proyecto radical en una sociedad políticamente dividida. Tal vez sea más útil que estar predispuesto a usar la socorrida noción de fascismo para analizar todo escenario conflictivo, sobre todo haciendo comparaciones simplistas con los fenómenos liderados por Hitler o Musolini en la primera mitad del siglo pasado.
Enrique Gomáriz Moraga ha sido investigador de FLACSO en Chile y en otros países de la región. Fue consultor de agencias internacionales (PNUD, IDRC, BID). Estudió Sociología Política en la Universidad de Leeds (Inglaterra) y contó con la orientación de R. Miliband.
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