La edad de mis arterias, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
Twitter: @Gvillasmil99
Se le atribuye a Thomas Sydenham la sentencia según la cual, la edad de un hombre no es tanto aquella que le impone el calendario sino la rigidez de sus arterias. Me cuesta diferir del bien llamado «Hipócrates inglés», a quien la modernidad médica tanto debe. Pero digo que no es la dureza de las placas de colesterol en la aorta, las carótidas o las coronarias la que hace del hombre un viejo tanto como el declinar del lejano ímpetu de la mocedad que la sensatez burguesa un día le llamó a abandonar en aras de una vida «de provecho», con frecuencia saldada a edades como la mía con corazones dilatados, abdómenes voluminosos, próstatas recrecidas e hígados embebidos en grasa a la manera del mejor foie gras. Todo lo cual me resulta, cuando menos, patético.
No hay alternativa a la inexorable senescencia que anuncian la canicie y las arrugas en la piel del cuello, por lo que me fastidia ver tanta «terapia de renacimiento», tanto refreshment y tanto anti-aging haciendo ricos a los que los ofrecen a quienes, mirándose cualquier mañana al espejo, se preguntan qué hicieron con sus vidas.
La senescencia, decía Susan Sontag, se vive ahora como enfermedad. A la desesperada, se corre a rendir culto al antiguo mito de la eterna juventud, exaltando narrativas sobre «años dorados», absurdos como el de una «juventud prolongada» o pretendidas «nuevas vidas» que no son sino malos remedos de aquella que nunca fue.
Arribar en pocas horas al temido «sexto piso» me invita a hacer una reflexión sobre la senescencia más allá de los 200 miligramos de colesterol en la sangre. ¿Acaso puedo ponerle yo pantuflas al espíritu y, exhibiendo pergaminos de «doctor respetable», dedicarme a pensar en jubilaciones y retiros que cambien las mañanas agitadas de hospital por las de los campos de golf, empeñado en meter a bastonazos en el hoyo a una condenada bolita de superficie rugosa? ¿Es que puedo, con mi fecha de nacimiento como único argumento, reclamar el derecho a marcharme a la francesa dejando atrás a una Venezuela que se cae a pedazos o que se hunde en el barro como en Tejerías, a merced de una sociedad domesticada en la que el consumismo fatuo y la mediocridad se pasean de la mano por ciudades, pueblos y campos llenos de miserables y de desesperados sin derecho a vivir bajo el sol?
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Contrariando al gran clínico inglés, amigo entrañable de John Locke y cirujano de los ejércitos del Parlamento al mando de Cromwell, debo decir que no, que antes que la rigidez de sus arterias, es el peso del deber de un hombre el que determina la edad de su espíritu. Ningún derecho tengo a marcharme dejando esto así. Me prohíbo dar la espalda a las tumbas de mis compañeros muertos, a sus viudas e hijos, a mis hermanos exiliados o presos y a estos pobres enfermos sin esperanza para ir en pos de «terceras edades» de playa y dominó, arriando las banderas del deber a cambio de una última temporada de confort antes de que sobrevenga el infarto fulminante o el tumor diseminado que algún día de estos —quién sabe cuándo— ponga punto final a una vida que de otro modo habría perdido su sentido.
Confieso haber tenido que apurar el paso más de una vez para acompasar al joven residente al que acompaño en los recorridos por mi hospital. De ningún modo puedo suscribir la tesis de un «segundo debut» sabiendo que tengo la edad del padre de cualquiera de estos jóvenes médicos a mi cargo. Los años han pasado. El divino tesoro de la juventud de Rubén Darío se disipa y mis arterias lo saben. De allí que, como dice la vieja canción de José Alfredo Jiménez de 1966, deba yo sacar todos los días juventud de mi pasado. Para poner el fuelle que quede y el último acúmulo de fuerzas que aún reste ayudando a empujar esto —mi país, mi hospital— hacia un destino distinto al que hoy se nos ofrece. Para «echar el resto», pues. Porque solo así nos habremos de salvar del olvido que de otro modo, como escribe Héctor Abad Faciolince, todos terminaremos siendo.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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