¿La eliminación de los créditos estudiantiles reducirá la desigualdad?, por Camila Mella
En Chile, durante las últimas semanas, la discusión sobre «el tema del CAE» ha vuelto a la palestra en el contexto del debate constitucional y la aprobación del Presupuesto 2024. Para contextualizar, es necesario mencionar que el Crédito con Aval del Estado (o CAE), tal como su nombre lo indica, corresponde a un crédito otorgado por el sistema financiero a las instituciones de educación superior acreditadas para financiar los aranceles de estudiantes con dificultades económicas acreditadas y en donde el Estado opera como garante o aval hasta que el beneficiario/a haya pagado por completo su deuda.
Su creación en 2005 y posterior regulación en 2012 se vincula con el proceso de expansión de la educación superior en Chile, caracterizado por el crecimiento de la matrícula en el sector privado, y de las movilizaciones de 2011, cuya principal demanda exigía el «fin del lucro» en educación y en donde Gabriel Boric fue uno de los principales dirigentes estudiantiles. Una década después, en plena campaña presidencial, la «condonación del CAE» se transformó en una de las promesas de campaña del Frente Amplio y de su candidato Gabriel Boric, hoy presidente de Chile. Según datos de la Subsecretaría de Educación Superior (2022), existen cerca de 670.000 deudores del CAE.
A partir de lo anterior, la discusión sobre «el tema del CAE» ha sido enmarcada dentro del cumplimiento del programa de gobierno, pese a que ha suscitado divisiones al interior de la coalición. Por su parte, la discusión técnica ha encuadrado el debate en torno a la necesidad de crear un nuevo sistema de financiamiento, argumentando que la superación del CAE implicaría una modernización hacia un uso más adecuado de los recursos públicos para terminar con las deudas individuales y bancarias.
Según datos de la Subsecretaría de Educación Superior (2022), el 23% de los deudores/as del CAE no terminó sus estudios. Sin lugar a duda, abordar «el tema del CAE» es una medida necesaria por diversos motivos. Por un lado, permite oxigenar al sistema de educación superior, pues la política de créditos resultó ineficiente como fuente de financiamiento, considerando la creciente demanda por formación universitaria y técnico-profesional.
Por otro lado, apacigua (de cierta manera) la presión del endeudamiento estudiantil como un posible catalizador de movilización política, como un símil de las demandas de 2006 y 2011. Sin embargo, es necesario plantear una discusión de fondo: ¿la eliminación del CAE reducirá la desigualdad en la educación superior? Todo hace presagiar que no.
En primer lugar, porque si bien el CAE fue una medida insuficiente para reducir la desigualdad de acceso, sí cumplió con el objetivo de debilitar las barreras económicas de entrada. La literatura muestra que, al menos hasta 2017, la democratización y posterior regulación de los créditos estudiantiles permitió reducir el efecto que los recursos económicos del hogar tienen en la probabilidad de acceder a la educación superior. Sin embargo, esta política no afectó de igual manera a la probabilidad de acceder a distintas instituciones de educación superior, pues no tuvo efecto significativo en el acceso a las instituciones más selectivas: las universidades integrantes del Consejo de Rectores.
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En segundo lugar, porque reducir el CAE a una herramienta de financiamiento es una medida cortoplacista en términos de política educativa. La investigación en desigualdad en educación superior continúa (de cierta manera) enfocada en los efectos de la reforma educativa de 1981 (aquella que la expandió, pero privatizó), sin volver a pensarla como un todo. Ejemplo de ello es la falta de diálogo del efecto de medidas como los cambios en el sistema de admisión, la política de financiamiento y los problemas de retención y titulación oportuna. La literatura muestra que, por ejemplo, la gratuidad ha aumentado el número de postulaciones a las instituciones más prestigiosas, pero las barreras económicas y socioculturales de acceso continúan influyendo, segmentando las probabilidades de acceso.
En este sentido, las «oportunidades reales» de los/as jóvenes de sectores menos aventajados siguen limitadas a los recursos socioculturales del hogar, pese a que la política de gratuidad ha ampliado el espectro de las «oportunidades posibles».
En tercer lugar, porque si bien la discusión sobre el financiamiento de la educación superior es importante, también lo son las políticas de acceso, retención y titulación oportuna. En este sentido, la evidencia señala que se requieren políticas educativas que se hagan cargo de las brechas socioculturales y socioemocionales entre jóvenes de distinto origen social que, si bien son adquiridas en niveles educativos anteriores, son potenciadas por la actual estructura del sistema de educación superior. Al respecto, cabe señalar que la mayoría de las iniciativas de bienestar estudiantil dependen de las mismas instituciones de educación superior.
En relación con los puntos anteriores, el XII Congreso Latinoamericano sobre el Abandono en la Educación Superior (celebrado en la Universidad Católica de Temuco entren el 22 y 24 de noviembre) fue ilustrativo en mostrar todos aquellos problemas que persistirán pese a la eliminación del CAE. Si el objetivo es reducir la desigualdad en educación superior, tan importante como es hablar de financiamiento y acceso es pensar en la trayectoria al interior de este nivel educativo. En este sentido, existe un debate pendiente en torno a qué políticas públicas requiere un sistema de educación superior que nunca había sido tan masivo y diverso.
Para ello, las recomendaciones apuntan hacia la reestructuración de los planes de estudio, la actualización de estrategias pedagógicas y registros administrativos, y la colaboración de los gobiernos locales y organizaciones de la sociedad civil.
Que todo esto permita la eliminación del CAE.
Camila Mella San Martín es profesora del Departamento de Sociología, Ciencia Política y Administración Pública de la Universidad Católica de Temuco. PhD en Política Social por la Universidad de Oxford.
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