La enfermedad apolítica, por Fernando Rodríguez
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Cuando don Fulano, con un vida bastante vivible en este infierno local, proclama en grupo de enmascarillados que no quiere saber nada de política, porque aquí los dirigentes opositores son casi tan lerdos como maléficos los del Gobierno, es muy probable que los auditores que consideran que padecen de ese mismo terrible mal cacarean que sí, que son tremendamente torpes y hasta medio vividores a ratos. Se disuelve el grupo y cada quien a lo suyo. No es raro que en lo suyo esté algún trámite mercantil o el bendito pasaje para ver al hijo en Ontario o saber si le llevaron los ingredientes para las hallacas, esa chica que es una maravilla de efectividad, además socióloga.
Creo que así, más o menos, funciona el mecanismo de la inercia, de la pasividad y la complicidad, al menos de buena parte de la escuálida clase media y los más escuálidos A y B, de viejo y nuevo cuño, casi extinguidos, habitantes de otras tierras más confortables.
Pero quedan suficientes de unos y otros para que no pocos sabios chefs, bodegones y La Lagunita o Los Roques funcionen como siempre han funcionado, salvo detalles como aquel inigualable camembert que ya no llega o el fastidio de que no hay vuelto en dólares o el agua que se va de cuando en vez, etc.
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Solo por breves momentos se levantó la alegría en esos hoy endurecidos corazones. El del golpe de abril por supuesto, pero que se trocó en esa puñalada decisiva que sigue ahí, muy dentro, en las oquedades del inconsciente. O cuando nos abandonó físicamente, no espiritual ni radioeléctricamente, el comandante eterno. O cuando creímos que Capriles le ganaba al mediocre de Maduro en aquel cabeza a cabeza que terminó en fraude. O los pocos días, jubilosos de los dos tercios de la Asamblea y Guaidó, la gran esperanza guaireña. Tampoco Trump, dígame usted, el monarca del planeta —y este sí con carácter— y no se supo aprovechar. Pero nada, nada sirvió para nada. Botaron la casa por la ventana y conmigo no cuenten. Son 20 años.
Debo aclarar que, por supuesto, no hablo de los millones de migrantes del hambre o de los que aquí apenas sobreviven cada día, cada noche. Eso merece otro enfoque. Otra ocasión, porque es del género de la tragedia, del martirio humano. Lo que yo quería plantear se refiere a esas élites sobrevivientes y con algún músculo para emplearlo en el país.
Preguntar si el razonamiento apolítico inicial no se podría invertir, 180 grados, “no participo porque los políticos (la política) no me concierne por ineptos y siempre sospechosos de no ser muy santos”, invertirlo y pensar que no hay airosa dirigencia política porque no puede emerger de colectivos que piensan como ellos piensan, y que a lo sumo los políticos son sus pares. (Por supuesto hay que decir que hay un gentío diferente, que la tranquilidad y hasta la vida la han dado por la libertad del país, o al menos su presencia cuando se la solicita).
Si así fuese, quien anda algo enfermo es el país, que produce tantos ciudadanos desencantados y políticos erráticos. Ambos productos del mismo vientre. Moralmente peor el furibundo apolítico que se siente defraudado, porque se autojustifica acusando al otro, a su representante.
Es verdad, por supuesto, que los políticos (y los médicos y los ingenieros) se equivocan o trampean. Es verdad que no estamos en una época de grandes líderes, ni aquí ni en el mundo, aunque yo conozco unos cuantos, entre nosotros admirables, corajudos. Pero también es verdad que vivimos en sociedades consumistas y dolarizadas, individualistas, indiferentes al otro. Que casi todos estamos enfermos por el mismo virus. Por eso la cosa empieza por repensarnos como país, pero usted incluido, y le aseguro que su caso necesita oxígeno, es grave viralmente.
Fernando Rodríguez es Filósofo y fue Director de la Escuela de Filosofía de la UCV.
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