La excepcionalidad normalizada, por Manuel Alcántara
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Las pautas de conducta de la política permiten establecer ciclos y, a la vez, señalar constantes o rupturas. En lo atinente al acontecer en América Latina, a pesar de ser una región más heterogénea de lo que se acostumbra a considerar, sus patrones de comportamiento no son una excepción. A partir de la segunda mitad de la década de 1970, distintos análisis empezaron a categorizar los ciclos políticos en los que buena parte de los países se integraban.
Términos como transición, consolidación, gobernabilidad, neoliberalismo y giro a la izquierda sirvieron de guía para entender el acontecer de lo que estaba sucediendo. El contexto era variopinto y en él la senda democrática, con sus variedades, sus éxitos y fracasos, se convirtió en la nota dominante. La situación actual, tras las recientes elecciones de Colombia y los augurios en torno al resultado de las elecciones de Brasil en octubre, permiten plantear, como hace tres lustros se señaló, qué sentido tienen estos cambios y cómo afectan a un escenario dominado por Gobiernos progresistas.
Abundando en lo anterior, si hace ya casi medio siglo se dieron singularidades como las de Colombia, Costa Rica o Venezuela, donde la visión transicional era inadecuada para entender estos regímenes políticos cuya evolución desde el autoritarismo se había producido dos décadas antes, el paso del tiempo no solo diluye aquella excepcionalidad, sino que también guarda recorridos muy diferentes.
Mientras Venezuela retrocedió hasta el paroxismo autoritario, Costa Rica fue la quintaesencia del continuismo e incluso se asimiló a la tendencia regional de democracias fatigadas al entrar sus históricos partidos políticos en un estado de fuerte deterioro.
Por su parte, Colombia, el caso más desviado del acontecer promedio regional, ha roto su trayectoria diferenciadora, marcada por un pertinaz conflicto armado y por el continuismo de elites políticas tradicionales, para quedar asimilada a las tendencias latinoamericanas.
Ahora bien, lo acontecido en Colombia, tercer país de América Latina en términos demográficos, sería la evidencia de que una cierta normalidad ―dentro de la vorágine ocasionada por las consecuencias de la crisis global― se extiende por la región. Sus elecciones presidenciales del pasado 19 de junio, que fueron organizadas confiablemente por la Registraduría, suponen algo más que el país se integre en el muy publicitado triunfo de la izquierda. En efecto, se dan cabida similitudes acaecidas en otros países de América Latina.
Así, el presidente electo sumaba su tercera candidatura presidencial consecutiva, como ya había acontecido con Luiz Inácio Lula da Silva y con Andrés Manuel López Obrador. También la segunda vuelta, protagonizada por dos candidatos ajenos a la clase política tradicional asentada a lo largo de toda la historia republicana, homologaba el escenario a situaciones similares que habían pasado en países vecinos.
Así como la campaña electoral resultó agotadora, con un desarrollo larguísimo que incorporó unas consultas interpartidistas irrelevantes, coincidiendo con lo sucedido en Argentina con las PASO, en Colombia se sumó la circunstancia de que 15 fuerzas políticas integradas en tres coaliciones solo lograron situar un candidato en la segunda vuelta que, por otra parte, no habría necesitado del veredicto de las urnas para serlo debido a su liderazgo indiscutible.
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Otro factor recurrente ha sido el protagonismo de las redes sociales en la liza electoral, lo que fue pensado con primor por profesionales de la comunicación política que saltan de país en país. El intento de tapar la impunidad que mostró uno de los candidatos, al no participar en debate presencial alguno, se asimiló a la moda vigente por doquier, como no podría ser de otra manera. Pero ya Andrés Manuel López Obrador no participó en el debate entre candidatos en las elecciones de 2006, y entonces las redes no existían. El activismo loable de la justicia colombiana, instando al candidato remiso a concurrir al último debate, fue en vano. Sin embargo, es posible que las urnas se cobraran su desidia, algo que es guisa de normalidad democrática.
Cabe añadir que Colombia rompió el techo que tenía de participación electoral en elecciones competitivas, por lo que se acercó a la media latinoamericana. Teniendo en cuenta que el voto no es obligatorio y que al país le costaba movilizar a más de la mitad de la población censada, la participación del 58% significa un comportamiento político de mayor madurez.
Si la violencia, a resultas del conflicto armado, fue uno de los factores que explicaba el abstencionismo, parece obvio que las secuelas de los Acuerdos de Paz que se celebraron hace seis años desempeñaban su papel. En ese sentido, y como un legado simbólico, el hecho de que el candidato ganador recogiera en su hoja de vida haber sido guerrillero, normalizaba una situación que ya sucedió en otros países latinoamericanos como Brasil (Dilma Rousseff), El Salvador (Salvador Sánchez Cerén), Uruguay (José Mujica) y, dramáticamente, Nicaragua (Daniel Ortega). Ello es una evidencia de la impronta de un fenómeno que asoló a América Latina hace más de 30 años.
Finalmente, el presidencialismo y su vinculación con su vertiente caudillista conlleva dos circunstancias habituales que enmarcan un escenario político que cobrará sentido cuando, dentro de un mes, el nuevo presidente asuma el poder. La fragmentación será la nota dominante en ambas cámaras legislativas, a la que se unirá la exigua cuota que el Pacto Histórico mantiene.
La gestación de mayorías que apoyen la labor presidencial, unida a la configuración de un gabinete con sensibilidades plurales y miembros de procedencia muy diversa, constituirá una prueba para el nuevo Gobierno. Por otra parte, la ausencia de un liderazgo opositor claro será un factor de desorientación que es común en los regímenes presidencialistas.
La sombra del expresidente Álvaro Uribe, la presencia del candidato perdedor, Rodolfo Hernández, con un supuesto apoyo de diez millones de votantes pero sin bancada, o la de Humberto de la Calle, del Centro Esperanza, o de David Luna, de Cambio Radical, configuran el posible elenco de candidatos por ejercer el control opositor tan exiguo, por otra parte, en la región.
Así, más allá del relato del triunfo histórico de un candidato que, indiscutiblemente, representa a una izquierda que nunca había alcanzado el poder en Colombia ―una anomalía en comparación con lo que ha pasado en la región―, cabe destacar el nombramiento de Francia Márquez, primera vicepresidenta del país, negra y líder ambiental del Cauca, como una promesa de que la excepcionalidad conduzca a la normalización.
Manuel Alcántara es profesor de ciencia política de la Universidad de Salamanca y de la UPB (Medellín). Últimos libros publicados (2020): “El oficio de político” (2.ª ed., Tecnos, Madrid) y coeditado con Porfirio Cardona-Restrepo «Dilemas de la representación democrática» (Tirant lo Blanch, Colombia).
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