La fatalidad, por Omar Pineda

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Ignoro si todavía se juega en mi país a la lotería con tal vehemencia o si Darío continúa al frente de la garita de vigilancia del edificio Parque Seis. Al menos con la lealtad devota que este trujillano cincuentón, baja estatura y una personalidad marcada por lo discreto imponía a su faena la convicción insobornable que admiré en los años que viví en Montalbán, al tiempo que me sirvieron para valorar el aprecio que me tenían las señoras de limpieza. Aprecio o respeto justificado, si se puede decir de ese modo dilemático, ya que era yo quien redactaba las cartas a la empresa para reclamar el día libre, las vacaciones vencidas o permisos al médico.
El punto es que dentro de ese microcosmos de mujeres provenientes de La Vega, Antímano o La Yaguara que se afanaban en recoger la basura y pulir las escaleras internas, y de vigilantes que andaban cazando güiro, usted sabe, esa movida imperceptible y misteriosa, bullía una realidad paralela cebada por los infortunios personales que solo ellos conjuraban a través del cuchicheo, intrigas y acciones de indolencia contra algunos copropietarios e inquilinos.
Una vida que se circunscribía a los días laborales, de nueve de la mañana a cinco de la tarde, más la guardia sabatina del mes. De ese difuso hábitat emergía José Darío, el señor de acento andino, piel aindiada, cabello negro, respetuoso al hablar y muy solícito con la gente, sin importar el estatus económico o social de quien le pidiera auxilio. Amén de ser un buen relator de los hechos ocurridos en su guardia de veinticuatro horas (48 horas libres de por medio).
Para mí, Darío era un tipo honesto. Con ese sello ganó mi confianza, en parte porque yo era de la directiva del condominio, en parte porque yo lo sacaba de sus apuros prestándole dinero para jugar a la lotería. Darío era un fervoroso apostador y esa quimera que abrigamos de que algún día saldrá nuestro número, Darío la potenciaba llegando incluso a contagiarme, al punto que sellamos un pacto para apostar al triple de Caracas o del Zulia que, a decir verdad, pocas o ninguna veces nos beneficiaron y que Darío excusaba con razonamientos diversos, como si un profe de química cuántica te explicara la teoría de variables ocultas, y tú dices «¡ah coño, verdad!» como para no defraudarlo.
Como este relato trata de ser auténtico en la medida cómo yo retomo ciertos hechos intentaré hablar del caso sin torcer la verdad del mala conducta Eddy o el Gordo, un bicho con master en Tocorón, que un día compró billete sobre billete un apartamento del último piso del ala uno del edificio y que generó no pocos inconvenientes no solo por las ruidosas fiestas que montaba los sábados con disparos incluidos para acabar la juerga sino también porque apremiaba a los vigilantes, mediante sobornos o amenazas, a abrir el portón del estacionamiento cuando alguno de su banda traía autos que luego la Policía descubrió eran robados y guardados la modalidad que en el argot policial conocen como «la nevera».
El modus operandi consistía en contactar luego al dueño y negociar el rescate o rematarlos en talleres mecánicos de Guatire donde los desguazaban y obtenían dinero con las piezas. De tales locuras me tenía al tanto Darío acentuándome un juramento de confidencialidad que nunca acordamos y que me impedía publicarlo, al tiempo que me invitaba a apostar a los números de las matrículas de los carros «enfriados» antes de que yo o cualquiera informara a la junta y avisaran a las autoridades.
Otra particularidad: Darío era fiero chavista aunque no lo pregonaba, dada su personalidad reservada. Cuando yo llegaba del trabajo cerca de las diez de la noche le dejaba los ejemplares de Últimas Noticias, Meridiano y TalCual. Un día me confesó que no leía TalCual. Ni siquiera los Bocanegra de Teodoro. No importa. El tema es que con su saludo de buenos días, al verme subir a la camioneta, Darío me sugería con un susurro «Pineda, ¿tú sabes qué está bueno para hoy: el triple de las nueve en Táchira?», y como yo le devolvía desde la ventana mi cara de pánfilo, el vigilante lo explicaba convirtiendo un cono con sus manos para evitar que el secreto se expandiera, «el 242, porque antiernoche soñé con mi mamá y ella nació un 24 de febrero». Entonces yo le pasaba un billete y le decía «toma, vamos a medias… juégatelo para Táchira y Zulia». Ya en la noche de vuelta a casa me recibía con frustración y antes de preguntarle cómo va todo, se quejaba «coño, Pineda, dime si no soy bruto: ¿tú sabes que salió hoy en Zulia como número macho? ¡el 943! que es el año cuando nació mi mamá… lo teníamos ahí a los ojos y no lo jugamos».
-Tranquilo, Darío… como dice Héctor Lavoe… pronto llegará…
Hasta que llegó esa noche pero Darío no me salió con una de lotería sino que resumió el rolitranco peo que se formó al mediodía con Eddy porque ese loco, no se sabe si intoxicado de drogas, se le ocurrió taladrar el techo de la sala a fin de comunicar su apartamento con la azotea del edificio.
Una azotea que yo, en veintitantos años, nunca conocí. Al parecer era un sitio no apto para recorrer ya que ahí estaban instaladas antenas repetidoras, las conexiones de electricidad y otros equipos vinculados a la seguridad de un edificio de 118 apartamentos. Entonces nos reunimos en serio para buscar una solución, armarnos de valor y llegar a su puerta.
-Toc toc
-¿Qué pasó, men?, nos recibió Eddy en actitud retadora y sin camisa mientras dos tipos intentaban infructuosamente horadar el techo de la sala.
-Epale, Eddy… Es que lo que estás haciendo no está permitido, chamo.
-Y ustedes ¿de dónde coño salieron?
-Somos de la junta de condominio, contestó con voz firme Hugo Ferrer. Detrás estábamos Alí Rodríguez, el profesor Freddy Peraza y yo, quien no prestaba atención al diálogo sino que planeaba la vista a la sala para confirmar si había o no una pistola cerca y preparar la huida.
-¿Y qué pasa?
-Vecino, que para hacer ese tipo de intervención debes solicitar permiso a la junta y nosotros lo tramitamos con la jefatura, dijo Hugo en tono institucional.
-No me hagas reír, soltó Eddy, añadiendo a sus palabras un gesto de burla o de amenaza (o de las dos) y nos tiró la puerta de un solo carajazo que movieron los cimientos de su apartamento.
¿Qué qué hicimos? Pues vernos las caras, respirar hondo y bajar en el ascensor sin olvidar que el tal Eddy tenía un master en homicidios expedido por la cárcel de Tocorón.
Para simplificar, el caso Eddy fue archivado mientras hallábamos solución sin denunciarlo. Entretanto Darío me alegraba el día porque se jugaba los tres números de la camioneta del doctor Chimbín o de cualquier otro vecino y había ganado (habíamos ganado porque seguía la sociedad) 5 mil de los buenos antes de Chávez.
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No obstante, parafraseando un poema de Vallejo, los días pasaron y el malo de Eddy, ay … siguió jodiendo. Pero como enfatizaba el periodista Campos Suárez al cierre de sus crónicas policiales radiales: el crimen no paga! Así que la justicia llegó de diferente forma. Quiero decir que a casi tres meses de aquel reclamo inútil de la junta de condominio, a la cual Eddy nos amenazó con una respuesta a su modo, pues ese mismo Eddy al salir de una fiesta en Los Chorros, un sábado de madrugada y de vuelta a casa con la mujer decidió parar frente a una caseta de teléfonos en la avenida para hacer una llamada. Como en un thriller barato, Eddy no logró marcar el primer número porque fue explotado por una ráfaga de disparos que dejaron la caseta vuelta añicos.
La mujer salió ilesa y debido al choque emocional que tuvo afirmó no haber visto siquiera el auto en que se desplazaban los asesinos. Todo eso lo recogió Darío casi una semana después, con ayuda de las noticias de sucesos y los chismes en el ascensor. De lo que nunca me habló mi socio en loterías cuáles eran los números de la matrícula de la Terios que conducía Eddy y si por cábala se atrevió a jugarla para un triple en plan de venganza. Hasta que Darío me sacó dudas. «Bueno, Pineda, tenemos la edad del bicho ese, la placa del carro y el día que lo sacaron del patio… ¿a cuál le jugamos esta noche?»
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España
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